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Bicicleta

Luis Rico Chávez


Viernes, 19:23 horas. San Celso

La calle, en la pereza del fin de semana, va oscureciéndose. Agotamos los juegos, las burlas, la charla languidece. Estamos a punto de despedirnos, resignados a dejar que llegue el sueño a trazar otra línea del inevitable camino que nos conduce a la muerte. Llega el Indio, a bordo de una bicicleta de segunda mano y parece iluminar la noche, la vida. Resucitan las bromas, los diálogos, nos disponemos a nuevos juegos. Por turnos paseamos en la bicicleta, cuesta arriba y cuesta abajo por la calle de San Celso.


19:39. Mesa del Norte

Cierra, con furia, el cofre. Está mal la batería, la banda ya es vieja, este armatoste necesita un cambio de aceite y una afinación. Pero le urge llegar, deberá partir bajo el riesgo de quedar tirado a mitad del trayecto. Sube al vehículo y enciende el motor, que pese a las quejas y a los ruidos extraños (a estas alturas, ordinarios), arranca a la primera. Comienzan las sacudidas a las que ya está acostumbrado; quita el embrague, pisa el acelerador y avanza. Todo bien hasta aquí. Cambia de velocidad y respira con cierto alivio. Renace la confianza de llegar a su destino.


19:43. San Celso

Ser el último es denigrante, pero no me importa. Aprendí a andar en bicicleta gracias a la lástima del Checo, el de la casa rica, pese a la acritud y las malas caras de su madre. La rebeldía del Checo y la tolerancia de su padre nos permitían disfrutar de ciertos lujos que de otra manera hubieran estado fuera de nuestro alcance en ese barrio de medio pelo. La bicicleta fue uno de ellos. Nunca tuve una propia. El salario de vendedor callejero de mi padre apenas alcanzaba para las necesidades básicas, y en ocasiones ni para eso. A tumbos y zapotazos, con las intermitencias de la generosidad del Checo aprendí en tardes ocasionales y solo muy de cuando en cuando tenía oportunidad de practicar lo aprendido. Así que esa noche sentí que rodaba por la pista del cielo. Tan arrobado estaba mirando de reojo las fachadas pasar como ráfagas, ufano de mi fortuna ante ojos que imaginaba corroídos por la envidia, sintiendo el aire en el rostro, que olvidé un pequeño detalle, una advertencia del Indio: la bicicleta no tenía frenos. Lo recordé en una brusca transición (sentí que me precipitaba al infierno) al darme cuenta de que, conforme descendía la pendiente, aumentaba la velocidad. Entré en pánico.


19:46. Mesa del Norte - San Celso

“Voy en pos del amor”, canturreó olvidándose por unos instantes que viajaba en una carcacha de cuarta. Pero no tardó mucho en bajarse de su nube, al escuchar un chasquido estridente. Una furia incontenible comenzó a turbar su ánimo. Miró su ruta y descubrió que apenas estaba llegando a San Celso. Se concentró en la palanca de velocidades y en los pedales y se desentendió del entorno. Pisó el embrague y trató de cambiar de velocidad. Avanzó con un brusco acelerón.
¿Qué hacer? La inercia de la pendiente incrementa cada vez más la velocidad de la bicicleta, dándome la impresión de que en cualquier momento perderé el control y me estamparé en el primer obstáculo o me romperé la crisma en el pavimento. Trato de calmarme y pensar en la mejor solución que no implique morir. Comienzo a zigzaguear, en un intento desesperado de dar vuelta en U e ir cuesta arriba. Se me acaba la calle y a punto estoy de toparme con el borde de la banqueta. Giro el manubrio y me dirijo, a toda velocidad, a la orilla contraria. Así continúo, como un conductor ebrio, yendo de un extremo a otro, salvándome por no sé qué milagro de dar con mi humanidad en el otro mundo. Pero me siento perdido cuando descubro, a unos metros, el cruce con Mesa del Norte. Cualquier vehículo, que circule en uno u otro sentido, será mi pasaporte al más allá. La buena noticia es que, con mayor espacio, podré maniobrar y vivir para contarla.
El vehículo dio un salto, como caballo encabritado, se escuchó una explosión y se quedó quieto, como muerto. Iba a maldecir su suerte cuando una figura, como bólido, lo sobresaltó: un escuincle, en bicicleta, bajaba por San Celso a toda velocidad, daba una vuelta espectacular y pasaba a unos centímetros de la trompa de su porquería de carcacha. Miró la cara de espanto del mocoso y pensó, con alivio, que si el carro no se hubiera descompuesto el chamaco no la contaba.
Escuché un acelerón, un frenón brusco y alcancé a mirar el vehículo que se sacudía y quedaba como muerto. Al llegar a la esquina giré aprovechando toda la amplitud del cruce de calles. Por un pelo no golpeé a esa cosa que, lo comprendo ahora, me habría matado si no se hubiera descompuesto. Ese día salvé mi vida y murieron mis ganas de andar en bicicleta.


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