Por alguna razón desperté. Siento el vaivén del suelo y me espanto. ¿Dónde estoy? ¿Cómo llegué aquí? Es un lugar frío, oscuro y asfixiante, todo lo contrario a lo creado por Mi Señor. Distingo a mi pareja. Por un momento temo que esté muerta por su semblante tan descompuesto y su cuerpo tan rígido. No, está dormida. No estamos solos: siluetas de cuerpos me parece vislumbrar en la penumbra de este lugar. Pelos y escamas por aquí y por allá. ¿Es acaso el infierno o algo peor?
Muevo a mi pareja para que despierte. Después de movimientos violentos lo logro. Se asusta y quiere brincar, pero le explico la situación, aunque eso no la tranquiliza, ¿cómo podría hacerlo si jamás se nos dijo que podíamos estar en este lugar, en estas condiciones? Le pregunto si recuerda algo. Me dice —lo cual me hace recordar un poco— que estábamos comiendo cuando una luz potente surgió del cielo, levantamos entonces la mirada y… Ahora oscuridad y movimiento y cuerpos sometidos a una muerte pasajera o a un sueño que parece eterno. ¿Qué hacer? Recomienda despertar a los demás y yo le digo que es peligroso, que no sabemos quiénes estén acá. ¿Acaso pretendemos —me responde— estar en este lugar hasta el fin de los tiempos? No, hay que actuar.
Despertamos al vecino, al más pequeño e inofensivo que vimos. Nos dijo que su nombre era Tartaruga y que no podía moverse, que quizá la somnolencia entorpeció sus músculos para la eternidad. Le decimos la situación y despierta asustado a su pareja. Ahora somos cuatro, dos parejas. Nuestros ojos se empiezan a acostumbrar a las sombras y podemos ya distinguir cornamentas y hocicos, pezuñas y garras. Con cautela, considerando el tamaño y las armas de nuestros correhenes, los cuatro despertamos a otros cuatro. Después los ocho a otros ocho… dieciséis… treintaidós… sesentaicuatro…
Somos muchísimos y el orden no se mantendría para siempre, pues muchos empiezan a recordar que su compañero es también su alimento diario. Se necesita un líder.
Tartaruga, su pareja y mi pareja me levantan y grito al comprender su intención: ¡Oigan! ¡Atención! ¡Colegas y compañeros! ¡Cazadores y presas! ¡Carnívoros y herbívoros! ¡Mamíferos y ovíparos! Nadie sabe por qué estamos aquí. Dudo mucho que la transgresión insensata cometida por Adam y Eva nos haya traído a este sitio. ¿Alguno de ustedes nos condenó con sus actos a este sofocante infierno? Todos se miran y levantan los hombros. Empiezan a acusarse unos a otros. ¡Silencio! ¡Somos hermanos, recuerden! Reconozcan sus pelajes, sus mandíbulas y sus extremidades: iguales, en mayor o en menor porcentaje. Ahora, nuestro compañero Búho, a quien muchos de ustedes consideran el más sabio y cuyos ojos penetran toda oscuridad, asegura que arriba hay descendientes de Adam y Eva, que ellos nos tienen aquí, acorralados, a merced de estos movimientos nauseabundos, privados de alimentos, tranquilidad y libertad, como nos fue concedido por Nuestro Amo.
¿Qué haremos?, les pregunto. ¿Quedarnos aquí, durmiendo, apacibles, a merced de esos sacrílegos? ¿Esperaremos a que domestiquen al más salvaje? ¡Ay, ya parece que lo veo! Nos acariciarán en un momento y al siguiente nos matarán y nos devorarán, sin considerar lo mandado por Él. No les bastará con nosotros, ni nuestros hijos ni nuestros nietos. Se embriagarán de poder y buscarán hasta el último de nuestros descendientes para alimentarse de él y mofarse de su crueldad. ¿Tengo razón? Gritos. ¿Esperarán a que nuestros amigos Panta, Osbolar, Áquila, dejen de existir junto con sus crías? Gritos de respuesta: ¡No! Oh, tengan por seguro que entonces el Amo no volverá a hacerlos caminar sobre la Tierra, pues no puede intervenir. Pausa melancólica.
¿Qué pasa? ¿Se entristecen? ¡Arriba! ¡Nosotros sí podemos intervenir ahora! ¿Qué será: la perdición de nosotros, que somos el fiel rebaño inmaculado, o habrán de pagar aquellos que se atrevieron a contradecir al Todopoderoso? Gritos: ¡Ellos! Pues bien, ¡afilen sus garras! ¡Alisten la ponzoña! ¡Desperecen los músculos! ¡Y a la carga! ¡No tengan piedad! Recuerden, si perdemos, perderemos para siempre nuestro hogar.