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Tres anécdotas con licantropía

Raúl Caballero García

¿Fuente o Escaleras?

Al poco tiempo de mi llegada a Guadalajara me inscribí en la UdeG. Enseguida llegaron los días del año propedéutico en Filosofía y Letras, recién había conocido a mi buen amigo Raúl Alberto (y a los compañeros del famoso Grupo B). No sé si ya había contado la anécdota... pero en mi recuerdo salíamos de la facultad camino hacia la avenida Alcalde. Me encontré con Raúl Alberto (todavía no era “El Lobo”) y con dos de sus viejos amigos que ya cursaban Filosofía, Cuauhtémoc Peraza y Esteban Loera. Era una tarde a punto de noche. Raúl Alberto preguntó de modo familiar a sus dos compinches: “¿Fuente o Escaleras?” Desde luego se trataba de los míticos establecimientos que tantos buenos ratos han albergado, pero yo me quedé pensando en clochards cortazarianos alucinando al Lobo y sus dos amigos como aquellos vagabundos que buscaban un rincón para acabar con el atardecer y las botellas bajo el brazo. Regocijo abierto al asombro. Hubo un sobreentendido en silencio y avanzamos caminando entre nimiedades y pozos cotidianos. Me imaginaba una fuente pública —poética por demás señas— o una filosófica escalera urbana en algún barrio perdido. Por supuesto es distante la comparación entre París y Guanatos aunque no tanto entre unos y otros personajes, así que y sin embargo unas cuadras más allá supe de Las Escaleras y poco más tarde de La Fuente… nuestras cantinas desde aquellos días.

Trabajos y días

Durante esos tiempos, Alberto Hernández González —a quien su madre siempre llamó Raúl— recién había vuelto de un largo viaje por los Estados Unidos. Había vuelto a Guadalajara con Paloma y el hijo de ambos, Aries. Paloma, una mujer hermosa y espigada, era bailarina de clásica y danza contemporánea, Aries un infante. Habían vuelto en una de aquellas combis que ya para entonces eran vehículos tránsfugas de los años sesenta y primeros setenta, digo tránsfuga porque la década de los setenta ya iba en su parte alta. Llegó a usar la combi como “transporte escolar” de párvulos. Los empleos nunca le duraban mucho. Poco después fue maestro de inglés en una prepa, llegaba al aula y ante los chavos expectantes, soltaba: “¿De qué quieren hablar, de sexo o de rock?” Trabajó con amigos de la infancia, como Marco Antonio Cortés Guardado, quien esos días vendía hamburguesas afuera de su casa, a un costado de La Minerva. En las dependencias municipales también tuvo varios y disímbolos empleos. Culminó la carrera de Sociología pero igual pudo terminar la de Filosofía y la de Letras. Siempre lo he considerado un poeta (que no escribe) o dicho de otra manera un tipo dueño de un lirismo —heterodoxo— que va dejando en el aire. En el Café Madoka comenzó a ser referido como El Lobo, dada su tendencia a la mordacidad con una frase que contagiaba cuando había luna llena: ¡Huy, el lobo!

La Realidad

Eran los días en que Alberto trabajaba manejando un camión municipal, recogedor de la basura. Eran los días en que éramos habituales del Café Madoka, en Enrique González Martínez. La Bohemia era nuestra cerveza y corría como río por nuestras mesas. No era infrecuente que más de uno llegáramos al fondo. Ese día, al final de la jornada, Alberto se había quedado con el camión. Al atardecer lo había estacionado afuera del café. Pasaron las horas y corrió la cerveza. Esto me lo contaron Alejandro Vargas y Arturo Suárez al día siguiente, una vez instalados de nuevo en el Madoka. Alejandro narraba y Arturo al igual que yo escuchaba, y movía la cabeza de un lado a otro, pero sonriendo y asintiendo y por momentos tapándose la cara como sosteniendo un asombro increíble pero verdadero. La noche anterior, al final de la tertulia cuando ya cerraban el café, habían salido los tres juntos, Arturito, Alejandro y Alberto. Iban ya bien arriba o hasta el mero fondo (como se prefiera). Alberto los llevaría a sus respectivas casas. No fue sino hasta que llegaron al camión cuando Arturo se percató de que estaba rebosante de basura. Se subieron a la cabina pero cuando Alberto encendía el motor, Arturo decidía treparse a la caja donde estaba el montículo de desperdicios. Se metió en ellos y comenzó a arrojar basura hacia arriba, al aire, una y otra vez se llenaba las manos y las elevaba para soltar la basura por encima de su cabeza: “¡Esta es la realidad!, ¡esta es la pinche realidad!”, gritaba, filosófico.


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