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Amores de la calzada pa’ acá

Andrea Avelar

Estaba sentado bien Agustín Lara, descansando de hacerle a la chambeada en el taller mecánico “El Carcachas” y después de refinarme unos tacos en el almuerzo, porque ya estaba que se me pegaba la tripa con el espinazo, cuando un monumento más chulo que el mero Ángel de la Independencia me pasó por enfrente:

¿Qué comen los pajaritos? ¡Masita! —le grité mientras me echaba un taco de ojo de sus kilométricas y torneadas piernas—. Esa de rojo sí me... —me interrumpió la chulada, con ojazos de pistola, que’sque muy indignada.

—¡Pelado! —y siguió contoneándose como pavorreal colorado.

—¡Así me gustan más las viejas! ¡Contestonas y alebrestadas! —pero no me respondió la réplica. Se siguió y yo a ella con la puritita vista.

—¿Otra vez jeringando a las rucas, Lobo?

—¿Cuáles rucas? ¡Cosa hermosa, nomás! —corregí al achichincle chismoso del taller.

—¡Es la Caperuza! No, pues ésa sí hasta Toluca la llevo —le brillaron los ojitos al baboso. Antes de que hiciera otro comentario tarugo le puse un mazapanazo bien metido en la cabezota.

—¡Ay! —se quejó como toda una señorita.

—Ay —lo arremedé con su gesto puñalón—. Mejor ponte a arreglar el carro que todavía no charcha, porque tenía que estar listo ayer.

—’Ora, no me quieras enjaretar tus broncas.

—¡Para nada sirves! Bueno, tú que sabes que es la Caperuza dime a dónde va.

—Primero me pegas y ’ora quieres que te diga, pos no.

—¡Quema mucho el sol!

—¿Me vas a decir que nunca la habías visto? Pasa diario pa’ ir con su abuelita.

—Pues ya estufas, ahí le echas un oclayo al changarro que yo me boinas a seguir a la nenorra.

—¿Cómo que ahí me encargas? ¿Qué voy a hacer yo solo?

—Pues ponte hacha y no salgas con mafufadas porque llega el Carcachas y bailamos con Berta yo y tú.

—Tú y yo.

Chales, de veras que saliste maricón. Mejor yo merengues y la Caperuza.

—La Caperuza y yo.

—¡’Ora! ¿Qué te trais? ¿No ves que yo ya la aparté? Y al Lobo no se le escapa ni una.

Acentuando la frase en tercera persona, me paré derechito, como me decía mi abuelita que Dios la tenga en su santa gloria, y metí la pancita chelera que me recordaba las guarapetas que echamos con unas cadavéricas bien helodias cuando no hay bisne en el taller.

* * * * *

—¿Qué Pachuca por Toluca, primor? ¿Por qué tan solita? —le pregunté con la lengua de fuera, después de correr una cuadra panteonera hecho la mocha pa’ alcanzarla, camina bien rápido la canija.

—¿Ahora qué quieres, majadero?

—Pos ¿cómo crees que te iba a dejar andar por ahí sin mí?

—Mejor sola que mal acompañada —contestó, pero no le puse atención. Nomás sentía el aire que echaban sus pestañotas cada vez que parpadeaban sus ojotes. Iba manteniéndole el paso y con la respiración aceleradísima por el afán de olerle el perfume de frutos rojos, cítricos, florecitas o yo no sé qué menjurjes que me encantó.

—¿Y a dónde vamos, princesa?

—Yo a donde no te importa y tú a ver si ya puso la marrana.

—¿Y si mejor te acompaño, dulzura? —se me estaban acabando los piropos y aunque de verla se me ocurrían un machín de cosas, del hocico me salían puras pendejadas. Por fin se detuvo y me volteó a ver de arriba pa’bajo y de abajo pa’rriba.

—Pues ya qué.

La neta es que yo ahí bofeando, con la camisa y el pantalón de mezclilla embarrados a más no poder de aceite y la gorra llena de sudor, debía tener lo mío. No podría decirse que aquello era un acoso, porque yo a mis veinte añitos era de buen parecer, al menos por los ojitos verdes que agarré de mi jefa. Y ella del mismo barrio que yo, a sus calculables dieciocho, en la pura edad de merecer. Qué chuleta estaba la Caperuza. De repente me entraron ganas de disculparme por si la había ofendido gritándole tan lépero nacayote enfrente del taller.

—La Caperuza te dicen, ¿edá? —le pregunté, nomás por decir algo.

—¿Y a ti Lobo, no?

Pa’ servirle a usted y a Dios primero.

* * * * *

Yo creo que ya se le había entumido el brazo al achichincle del ratón que llevaba con la pinza en la mano estirada.

—¿Y eso que andas tan ido?

La mera verdura del caldo, no dejo de pensar en la Caperuza.

—Te dejó todo tarugo, Lobito.

’Ora sí que como dicen los gringos: “ai fal in lob”.

—Qué menso, así no se dice.

—Ay sí tú, ¿entonces cómo?

Pos: “I fall in love”.

—Ah, sí, ¿edá?

—¿Qué te dijo que te trae tan mareado?

—Pues la acompañé al camión, ¿arroz o más mole, o chile pa’l guacamole?

—¿Nomás por eso andas bien volado? ¿Por qué no la invitaste al cine?

—¿Con qué ojos, mi querido tuerto?

Chale, pues ahorra, no lo quieras hacer al chilazo. ¡Iguanas y de seguro no quiere!

—¿Tons? ¿Cómo le hago?

Órale. ¿No qué muymuy, mirrey?

—Es que no la quiero cajetear, porque de veras me movió el tapete y no es por debrayarme pero creo que yo iguazú a ella.

Ni módulo, dijo el astronauta. Vas a tener que esperar a que todo se dé solo y agarrártela en curva pa’ que caiga redondita. ¡Porque ni cómo resistirse a tus encantos, lobito!

—Pos’ te voy a hacer caso, pero por adela te digo, si algo se calabacea entre la Caperuza y yo, te juro, ’ira, por ésta —le aseguré haciendo con la derecha como si me fuera a persignar —que te parto todita tu mandarina en gajos.

—¡En la fiaca me los quería encontrar, par de huevones!

De la ciscada me levanté y me di un chingadazo en toda la frente con la defensa del carro.

—No, cómo cree mairo, estamos chambeando —le dije al Carcachas, dueño del taller, que tenía un genio de los mil demonios.

—Ándale, chalán, pásame unas pinzas.

—Ya te las pasé, las traes en la mano, baboso.

* * * * *

—Hazte más pa’ allacito, que me dan ñáñaras… hasta parece que eres gansito —le dije al achichincle, que estaba bien pegadito, bostezando y pasando su brazo, para llegar a mi hombro, como decía él “discretamente”.

Habíamos dejado los bisnes del taller de lado, ya que no estábamos tan apretados de tiempo, y según sus nervios me iba a ayudar pa’ cuando la Caperuza me diera champú de salir con ella.

—¿Quieres aprender la maniobra, sí o no?

Pos sí, pero qué se me hace que nos vemos bien mariposones.

—¿Has tenido alguna cita? —preguntó el achichincle saliéndose por la tangente.

A wi wi.

—¿Neta? ¿Y cómo estuvo?

Pos así, tú sabes...

La legal es que en cuestiones de amor siempre metía la pata bien metida. Aunque me doliera en mi orgullo de Don Juan aceptarlo. La última vez que salí con una chava que me latía terminé con cinco dedos rojos marcados en la carota por mano larga. No voy a negar que anduve de malintencionado dos que tres veces, pero después de la cachetada guajolotera se me ponía la piel chinita nomás de pensar en esas cosas. Y es que gritar piropos sin fu ni fa es más fácil que llegarle por donde debe ser.

—Qué no te dé miedo aprender, lobito, pa’ eso estamos los compas, pa’ echar una mano o lo que haga falta...

¡Quiubo! ¡Sáquese! Qué tal si orugas pasa la Caperuza por aquí, ¡yo lo menos que quiero es que piense que se me moja la canoa!

—Qué piense lo que quiera, papucho —y en eso que el asistonto se me avienta con tocho morocho.

—¡¿Lobo?! —desde afuera la Caperuza.

—¡Aparte de huevos de ancla me salieron bien plutarcos! —desde lejos el Carcachas.

—Besas rico, pero como que te a pescaditos el óceano a tacos de pastor, Lobo.

—¡Caperuza, te juro por mi jefecita santa que esto no es lo que parece, lo que pasa es que este puñetas...!

Puñetas, pero bien que se traen ganas desde que chambean en mi taller, qué creen que no los he visto cuando se meten juntitos por la herramienta —el Carcachas estaba que se revolcaba de risa.

—Ya entendí, Lobo, qué bueno que saliste del closet, yo siempre quise tener un amigo gay.

Este texto obtuvo el primer lugar en el concurso de cuento FIL Joven 2014.

Minificción

Creía en la vida después de la muerte y nunca miraba a ambos lados antes de atravesar la calle. Un día, al cruzar, pisó sus sesos esparcidos sobre el asfalto.

Este texto obtuvo mención honorífica en el concurso de microrrelato FIL Joven 2014.

Andrea Azucena Avelar Barragán Andrea Michelle Ramos López