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Mujer rota y continente de
Margarita Hernández Contreras

Luis Rico Chávez

Hace algunas semanas, la editorial La Zonámbula publicó Mujer rota y continente, de Margarita Hernández Contreras. Previo a su aparición, su autora envió algunos textos que incluimos en el número 6 de esta revista. Margarita ha sido de las colaboradoras que desde el inicio nos ha apoyado en este proyecto virtual. Es natural, por tanto, dedicarle unas líneas a comentar el libro, y abusando de su generosidad (y la de su editor, Jorge Orendáin, también colaborador de Ágora127), incluir algunos de sus poemas, de cuya selección soy el único responsable (ir a los poemas).

Desde el título es evidente una paradoja que yo calificaría como existencial, la cual subraya la vitalidad e intensidad de las pasiones, en particular la del amor. Paradoja más que comprensible en el plano de las emociones (¿la psicología, por ejemplo, sería capaz de darnos respuestas?) pero inasible para la razón (paradoja, por tanto, de la que nunca podrán dar cuenta las ciencias exactas).

Esta paradoja es recurrente a lo largo de varios poemas, en los cuales domina el tono de las evocaciones. En este ámbito aparecen dos personajes, una niña y una mujer en diálogo continuo, observándose, reconociéndose, amándose. Aunque para el lector no queda claro si es la mujer adulta que le habla a la niña que fue (ésta adquiere una existencia real), o si se tratara de una relación madre-hija. El poema “Tan como ella” (incluido en esta edición) abunda al respecto.

La paradoja del título se presenta también en el poema Cántaro roto y continente (ver), que lleva implícita un arte poética transparente para quienes conocemos la trayectoria profesional y vital de Margarita. En la transición de los 80 y los 90 se fue a radicar a Estados Unidos, su lugar de residencia actual y donde transcurrió también parte de su infancia. Ese ir y venir infundió en ella el amor por los dos terruños, y su partida definitiva al norte provocó en ella sin duda un desgarramiento que se percibe en sus textos. Se va pero su esencia permanece intacta. Su mexicanidad no sufre menoscabo. Y es este amor por la tierra, por la gente, por los recuerdos, lo que la lleva a lamentarse por la dura realidad que se vive en este país de contrastes, de paradojas: roto pero a la vez receptáculo de tantas vivencias.

La organización del libro, dividido en cuatro partes, muestra una trayectoria vital que arranca en la infancia, evocada en ocasiones por múltiples voces; la segunda, aborda algunos aspectos de la adolescencia; la tercera parte está dedicada a Alejandro: la evocación de un amor (el primer amor) pasado: “quiero reconstruir la luz / quiero reconstruir los sonidos / del tiempo que ya no habito” (70); “recuerdo tu risa / viajaba por mi cuerpo / provocando temblores y rumores / que descomponían mi topografía / la volvían menos árida y triste / con tu risa me brotaban manantiales / y frondosos árboles” (71, de “Canción para Alejandro”); la cuarta habla de su última etapa. Entre ésta y la anterior se da una especie de transición entre dos amores: el de Alejandro y el de Raúl (a quienes está dedicado el libro: “Para Alejandro y Raúl. Ellos saben por qué”; la dedicatoria se completa con un tercer nombre, el de su padre).

Se presenta entonces, de manera transparente, un ciclo existencial que va de la infancia a la pubertad, pasa por el primer amor y llega al momento actual. El primer amor se presenta como el paso de la inocencia al descubrimiento del mundo, sobre todo en lo relacionado con lo sexual; este primer amor se enturbia por la intromisión de otro (tema de la cuarta parte). Este segundo amor es un amor de madurez, de un compañero para los últimos días: “ya sólo falta depositar el féretro / pensar en las exequias” (92).

De vuelta al título, y luego de repasar los textos, una pregunta es inevitable: ¿en qué momento comienza la vida a fragmentarse? Y la respuesta se encuentra desde las primeras líneas: en la infancia. El libro abre con un texto muy fuerte sobre los eventos que marcan la vida de la mujer: los prejuicios sobre lo que se considera sucio: espacios, seres (insectos, personas), eventos, principalmente relacionados con el abuso sexual: “niñas vejadas en lo oscurito […] / niñas aterradas de tus pesadillas niñas ultrajadas mientras a ti te ponen / una pistola en la sien / niñas con la entrepierna cubierta de semen y los ojos vacíos / niñas temerosas del diablo niñas a las que les chingaron la madre / niñas con el alma muerta muertas de miedo niñas comevergas niñas petrificadas / niñas con el culo adolorido” (11-12).

En este contexto resulta lógico sentir la vida fragmentada, padecer la pérdida de la identidad, el anhelo del olvido: “Mi historia se ha borrado / las ruinas siguen desmoronándose / las lágrimas que no lloro / se van en busca del alma que he extraviado” (13). Otro elemento presente, y que contribuye a esta ruptura, se lee en “El diario de la desprotegida” (14 y ss.), el cual enfatiza el trauma de ser gorda, carga que se lleva (al parecer) hasta los 37 años (“arrancarse el corazón / llevarlo en las manos / expuesto, abierto, latiendo / y más: temblando de miedo”). Pero por sobre todo esto, destaca la incapacidad de expresar la intensidad y profundidad de estas emociones contenidas: “y luego este silencio / vivir sin palabras para nombrar los miedos y las rabias / la garganta inútil, muda / acaso a veces balbuceos desesperados sin efecto” (16). El silencio como sepultura de la identidad.

Una vez superada esta etapa, se encuentra el consuelo en uno mismo. La voz de la niña cede ante la de una mujer que busca rescatarla de sus traumas (“mi gordita hermosa, te enaltezco / me sobran brazos para abarcar tu volumen”, 17), aunque no queda claro si es ella hablándose a sí misma (ella adulta-ella niña) o si es a su madre a quien le habla, o ella-adulta volviéndose madre para rescatar a la niña que fue.

El silencio también se convierte en otro de los elementos que configura los traumas. Es decir, la incapacidad de externar todo lo que pugna por estallar, corolario natural en un universo machista en el que la mujer sólo tiene como recurso el silencio. Aunque este silencio sólo se refiere a ella, pues por otra parte se perciben múltiples voces que la compadecen o que se burlan de ella. Entre esas voces destaca la del padre, que la considera hermosa: “[martes] lloro ahora, gordita mía / siento tu pena, tu desolación / tu hambre de pertenencia / ay, cómo duele, gordita / tu temor de no merecer / me cierra la garganta / este miedo atroz de que tus bendiciones / se conviertan en tragedias / para convencerte de que no mereces / ni la felicidad / ni ‘la normalidad’ / ni la maternidad” (22). Pero a pesar de la situación (sus traumas, sus sentimientos) hay momentos de paz: “mi niña se ausenta de toda duda y absurda / se busca en la música que sola se explica / niña y música / no más” (28).

Resulta natural, por tanto, encontrar una y otra vez las siguientes palabras: abandono, llanto, desconsuelo, callarse, pena, desolación, dolor, temor, miedo, soledad, esconderse, compasión: “pobre gorda / ilusa gorda / tonta gorda / ingenua gorda / patética gorda / gorda” (20). Se destaca el hecho de sentirse rechazada, diferente, ajena, de no encajar en la normalidad de los otros. El aspecto positivo de esta situación es que la incomprensión de los otros es un buen pretexto para escribir poesía: “Pídeme que te hable de mi infancia y mientras lo hago, déjame llorar. Pero no me abraces. Quiero sentir nuevamente en su plenitud esa desolación que nadie me ha entendido” (42).

Otro tema recurrente, y que se percibe desde los títulos (“lloro lo que no soy”) es la paradoja del ser y no ser, lo que soy y lo que pude (o quise) ser: “la niña que fui busca refugio en mi regazo tibio / y se amamanta con fruición de la dulzura de mis senos mojados” (27). Esta percepción, que se convertirá en nostalgia, permeará gran parte de los poemas, y saltará una y otra vez a lo largo de los versos. Más que ser, se habla del no ser en el mundo (tema del poema “La palabra ausencia”, incluido en esta edición). El lector percibe una especie de obsesión por ese no ser en el mundo, y así la palabra nostalgia adquiere un significado fundamental (“Ansias de horizonte”). La nostalgia también se da por lo que no es.

Las alas aparece también en algún momento (“tengo alas que no brotaron; atrofiadas / baten contra mis costillas y duelen”, 25; “se alegran mis alas y baten el aire vuelto cascada”, 27). Representan los anhelos inalcanzados, y se convierten en un símbolo opuesto a la libertad: “frenético batir de alas / sin despegar el vuelo” (29).

Una vez pasado el trago amargo (la ruptura) y tras el éxito (por llamar de alguna manera a la capacidad de superar esos momentos de la existencia) de la mujer adulta de reconfortar a la mujer niña, la vida transcurre sin sobresaltos, rutinaria, y lo que la vuelve intensa es la angustia, la soledad, el desamparo que proyecta el alma hacia el exterior.

Al leer los poemas, como lector no puedo despojarme de las largas pláticas que sostuve con Margarita cuando fuimos compañeros de trabajo. Contaba entonces (ahora entiendo que esta inconformidad con el exterior proyectaba todo ese bullir interno, esa contención emocional y vital: a la vez rota y continente) su incapacidad para resistir el calor, la incomodidad que le produce, su desagrado por los bochornos del verano, su gusto por los paisajes grises, lluviosos, nublados, de otoño. Estas descripciones, externas, se transparentan en sus poemas, y expresan y proyectan eso que su ser alberga, que contiene y desborda más allá de ella misma.

Un sueño ilustra la síntesis de todo lo anterior: “Mi mente tiene mil cámaras. De algunas nunca me he aventurado a abrir la puerta; las imagino llenas de penumbra y telarañas, mecedoras desvencijadas donde una anciana se hace niña y sonríe desdentada mientras llora lágrimas púrpuras. Tiene el pelo blanco, largo y enmarañado; en él se anidan serpientes inocuas y flores amarillas que destilan hiel con azúcar. En sus manos hay un abanico de plumas de pavorreal. Viste harapos de terciopelo morado por donde la piel pálida se asoma curiosa, siente las telarañas y se eriza. La mecedora rechina y los ojos indolentes se fijan en la parsimoniosa e inconsecuente labor de una araña solitaria” (42-43).

Mujer rota y continente describe con intensidad, con pasión y emotividad un tránsito existencial que va de la infancia a la última etapa de la vida. Y tal descripción se da en el contexto de la paradoja, de amor-dolor, angustia-paz, el yo y los otros en una relación de aceptación y rechazo, de vituperio y exaltación, de rupturas que generan al final una historia vital que contiene el amor a la vida.

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