Entrevista con Felipe Cazals
El ascenso a una muerte inútil

Luis Rico Chávez

 

LRCh: ¿Por qué la necesidad de crear un cine independiente? ¿Qué ventajas representó en su momento y por qué abandonar ese camino?
FC: El cine independiente existe por una sola razón: no se puede eternamente soñar con la realización de una película. Es un ona­nismo insufrible (e inútil). Es mejor romperse la madre y compro­bar la viabilidad de ser director de cine y no esperar confortable­mente la soñada (e inalcanzable) oportunidad. Dirigir películas compromete. Soñar películas estriñe.

Por necesidad el cine independiente se agota a sí mismo pues­to que jamás (o casi nunca) recupera su costo de producción, por ínfimo que éste haya sido. La exhibición comercial (fase indispen­sable del proceso cinematográfico) está restringida a un mínimo de espacio en las pantallas, y la espera del turno puede ser eterna. Sin recuperación económica no hay mecenazgo que resista.
Por otro lado, el cineasta es un profesional que combate en su territorio, es decir, en la industria del cine. Ser un perpetuo outsider no refleja por fuerza la pureza de un creador. Hay que mojar­se las nalgas para matar patos. Ahí nacen los reumatismos tempra­neros y la fatiga de la vista.

LRCh: ¿De qué manera vivió Felipe Cazals el movimiento del 68? ¿Cuál fue su reacción ante la matanza del 2 de octubre?
FC: En 1968 tenía 31 años. Sobrevivía con muchas penalidades trabajando como asistente de dirección. Mi primer largometraje independiente, La manzana de la discordia (1968), ocupaba todo mi tiempo disponible (para no ir a dar a la cárcel), visto el montón de sus deudas acumuladas: cheques sin fondo, promesas sin cumplir, sablazos desvergonzados, etc. Era una vida infernal, y sin domicilio fijo. Alberto Isaac fue designado director general de la película oficial olímpica, rescatando a casi todos los nuevos cineastas de la miseria. Yo entre ellos. Fuimos corresponsables de la filmación de algunos eventos deportivos, según nuestras afinidades. De modo transversal y discreto, pudimos ser testigos, también —y filmar algunos pies de negativo, fuera de la agenda—, de algunos acontecimientos populares. Desconozco el destino final de ese material. La noticia del 2 de octubre fue para todos, en su momento y sin falta, lo mismo: primero la incredulidad, y luego la rabia sorda. Sorda y callada, pues los tiempos aquellos no eran de chiste, y desde hacía varios años conocíamos los modos de GDO. A los treinta y tantos años de edad, era fácil recordar lo sucedido con los médicos, con los telegrafistas, con los ferrocarrileros y con Jaramillo…

LRCh: Directamente, ¿de qué manera ha afectado a Felipe Cazals o a su obra la cerrazón (del gobierno o de ciertas autoridades o individuos) para discutir o por lo menos plantear ciertos temas?
FC: El asunto de la censura del cine mexicano depende del perfil del estilo presidencialista en turno. Los altos funcionarios se esmeran siempre en superar el decálogo de su jefe y el sano pensamiento de su entorno familiar. Bajo ese tenor queda tolerado lo que cabe, y… nada más. Es una burocracia torpe, necia y recubierta del velo del ridículo inherente a este tipo de labores. Hoy, cuando el cine nacional se encuentra en completo abandono, la censura se pasea por la televisión. La censura deja sedimentos, acomoda sus larvas en el corazón de los creadores y ahí pervive de modo enconado. Se llama, entonces, autocensura. Es repugnante, degradante y muy socorrida. No merece comentario alguno.

LRCh:
Su cine no aborda problemas del individuo, sino de la colectividad, y sin embargó las imágenes hacen sentir (a mí me hacen sentir) que la situación planteada (así no sea yo una prostituta o un preso o un asesino) es únicamente de mi incumbencia.
FC: El contenido (que no imágenes) de una película es la totalidad de su forma. Forma y fondo en el cine son todo lo mismo. Así, el contenido propuesto en El apando y en Las Poquianchis expone a admitir al espectador lo que de sobra ha aprendido. Esto es: que la justicia es una, muy distinta, afuera, ¡y otra, más cabrona!, adentro. Confirma que esa secreta intuición que le recomienda huir de todo lo que huela a prisión está justificado. Que los que se quedan adentro de las cárceles mexicanas se convierten en carroña. Que así es el México de las cárceles en donde, desde hace años, se pudren cientos de presos como animales apestados. Es de este modo como la individualidad del espectador desaparece, y ante la evidencia de la injusticia social, se percata de que se parece a los demás. Sobre todo a los que están adentro. Para completar la magnitud de su desasosiego, en Las Poquianchis reencuentra su certidumbre de que las putas pueden sobrevivir comiendo como perros. Detecta que no es cierto que sus hijitos estudian en colegios de monjas y que tampoco tienen padrotes guapos con camisas negras, sombreros Tardan y bigotitos recortados como los de Emilio Tuero para pasearlas. Que todo aquel cuento no reconforta a nadie, ni siquiera bajo el supuesto de ser un género fantasioso, para alegrar la trivia de unos cuantos frívolos. Entonces, el espectador queda convencido de que cuando estas putas se acuerdan de sus padres, de esos miserables campesinos eternamente explotados y hartos de tanta mentira, prefieren emborracharse refundidas para siempre, recordando, para colmo, que así son, que no tienen remedio; y que sólo los cabrones de mala alma dicen de ellas que nacen calientes y fodongas y que son además un mal necesario. La complicidad del estado represor, de sus representantes corruptos, de los medios de información y de las lenonas de Las Poquianchis, explotando a saciedad a las hijas de los campesinos conforman, sin duda, la descripción minuciosa del clima de violencia física y moral que detenta el relato, pero es la visión detallada del modo en que víctimas y victimarios se suplantan y se complementan cruelmente, con su consentimiento y para su beneficio, lo que atañe en forma directa al espectador testigo, ahora, de que no hay víctima recuperable. Así también, en El apando, víctimas y victimarios ejercen su poder según sus convicciones y, ocasionalmente, a pesar de su apetito, derivando hasta el cruel límite posible, la capacidad de resistencia de sus antagonistas. Rebasada esta frontera y ante la suplantación de su voluntad, se desencadena la violencia. También eso lo siente y lo teme el espectador.

LRCh:
No puedo evitar relacionarlo con otros intelectuales de su época (Ignacio Retes, Vicente Leñero, Jorge Ibargüengoitia, José Agustín, Jaime Humberto Hermosillo…) y, a la distancia, lo ubico como parte de ellos y, a la vez, lo particularizo porque, a diferencia de Hermosillo, sus temáticas no se enfocan a los conflictos del individuo; a diferencia de Leñero, el motor de sus obras es la crueldad; a diferencia de Retes, su visión es más descarnada y profunda…
FC: Cierto criterio ingenuo podría reprocharme que me refiero siempre a seres marginados y repulsivos, huérfanos de todo sentimiento humano, escalonados en la etapa infrasocial de un país desmemoriado. La respuesta está en escuchar el curso de la historia que nos precede y en observar al mundo que nos describe. En esa macabra fatalidad en donde la noche es del color de la sangre. En ese aplicado sistema que se impone y se repite. En esa maquinaria que se alimenta de su propio desecho. En ese páramo en donde la gloria señera alienta a los sumisos para que escalen sin descanso, sin voltear para atrás, comiéndose las tripas, sin un gesto de asco, sin un solo recuerdo. En tanto que en el fondo del abismo algunos otros se resisten con ferocidad, porque no entienden ni admiten las razones de la historia, ni los de la maquinaria y, ciegos de terror, prefieren devorarse los unos a los otros, ignorando que los demás ascienden hacia una muerte inútil.