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Nadie

Rubén Hernández Hernández


Había permanecido en prisión por seis años. Le entregaron la orden de libertad a las cuatro de la tarde. Una hora después, estaba afuera. Al contemplar la anchura de las calles su ser fue invadido por sensaciones que no lograba identificar. Todo el tiempo trató de no olvidar cómo eran los lugares en los que vivió o sobrevivió antes de ser recluido tras los altos muros y las estrechas dimensiones de una celda. No coincidía el escenario que su memoria había construido y el que ahora le presentaba la realidad. Un ligero desvanecimiento lo obligó a apoyarse en un poste. No fue el recuerdo sino las imágenes de Yeni y él tomados de la mano, deambulando por sitios conocidos y otros por descubrir los que ayudaron a mantenerlo cuerdo. Se bebió con la mirada el mundo abierto donde sólo era un transeúnte más. Oteó la plaza 3 de Marzo situada frente al penal.

Caminó por entre los senderos del jardín con la certeza de encontrarla ahí recién bañada, vestida de blusa escotada y falda corta con las piernas blancas y la sonrisa que brillaba cuando mediante una generosa gratificación a custodios se obviaron los trámites para permitirle la visita conyugal. No la encontró al salir. Le atenazaban deseos sexuales manifestados en una dolorosa e incontrolable erección.

Estaba desorientado y hambriento. Lo invadió una fatiga inexplicable. Encontró una banca precariamente sombreada por un fresno. Transcurrió más de media hora sin que ningún autobús recorriera la avenida Javier Mina. Seguramente cambiaron las rutas, pensó. Había oscurecido. No resistió más. Se puso de pie. Esperó todavía una hora. Revisó entre los papeles que traía en el bolsillo del pantalón.

yenifer gonsales torres
monte alpino 456 colonia independencia
telefono 13151214
cuenta bancomer 7988255233

Entró en una caseta telefónica y marcó el número. No contestó ella sino una voz cascada y hostil de anciana informándole que se había equivocado. Nadie con ese nombre vivía allí. Arrugó aún más el papel; con el puño lo hizo bola y lo arrojó al piso.

El peso de un profundo sentimiento de abandono y desasosiego lo obligó a sentarse en cualquier parte de la banqueta. No tenía ningún pariente conocido. Desde pequeño vivió en las calles, donde aprendió el lenguaje y las malas artes con semejantes de su condición. El paradero y aun el rostro de sus padres se había disuelto en su memoria. Durante su estancia en el penal hizo entrañables amigos. Con el Cholo y Edy encontró un sucedáneo de familia. Compartían equitativamente el producto de las extorsiones a los recién ingresados y el carrujo de marihuana. No la pasaban del todo bien, pero los seis años de encierro se hicieron más tolerables. Con las consabidas dádivas a la gente apropiada se alternaban para pasar la noche en la visita conyugal con la mujer del Edy. Ella recibía una propina y el Edy, cuatro cajetillas de Marlboro. A cada cigarrillo le ponía un altísimo precio y a pesar de pagar su cuota a los jefes todavía le sobraba buena ganancia.

Sus nuevos amigos ayudaron para que Roberto refinara sus conocimientos y habilidades que al salir le ayudaran a sobrevivir en una ciudad que no ofrecía absolutamente nada para ninguno de los tres amigos. “Sí, vale, nacimos para perder, pero en una de esas nos quitamos de ser valemadre” decía con optimismo el Cholo. El aprendizaje adquirido le otorgó a Roberto un aire de arrogancia. Cuando comenzó a recibir la visita de Yénifer dejó de acostarse con la mujer del Edy. Le juró fidelidad a Yeni. Se imaginaba ya en libertad haciendo dinero fácil. Tenía los contactos y el conocimiento. Además, se consideraba de una sola pieza. No se doblaba.

Los tres se iban a cotorrearla a una falaz colonia del Fresno: así le llamaban a la porción de pasto donde se levantaba un fresno de ocho metros de altura y de frondosidad relajante. La vida en el penal era un ritual que se oficiaba todos los días a la misma hora en los mismos sitios. El Cholo había participado en el asalto a un banco. Sus cómplices lo abandonaron: al único que aprehendieron fue a él. Sabía dónde y cómo conseguir armas. Cuando salieran los incluiría en un jale que los sacaría de jodidos de una vez. Del Cholo, Roberto aprendió que repartir los frutos de su oficio entre la policía era la patente de corso para no pisar tan fácilmente la cárcel.

Se levantó de la banca y releyó el documento que le otorgaba la libertad. ¿Para qué la quería si Yénifer no estaba? Ella le sugirió abrir una cuenta de ahorros para ir depositando lo que él ganaba.

—Cuando salgas ese dinero nos va a servir para irnos a Tijuana. Trabajas ahí un tiempo y un pariente mío que es coyote nos puede cruzar al otro lado. No desconfíes, yo te quiero —decía la Yeni.

Un día después, Roberto se enteraría que casi al mismo tiempo que él obtuvo la libertad ella hizo la transferencia del dinero a una cuenta y había dispuesto de todos los ahorros. El dinero se esfumó. Se sintió en la orfandad y el desamparo más absolutos. Le pareció que la prisión se había extendido al exterior, pero era una cárcel aún más erizada y acechante. Aquí no tenía nombre o lo tenía, pero nadie lo pronunciaría con afecto. Carecía de un espacio reconocible dónde guarecerse. Ignoraba totalmente cuáles iban a ser las funciones que debía ejecutar.

¿Para qué la perpleja voluntad de estar ahora aquí, esforzándose sin conseguir las claves de vida que le guiaran y proceder como si él también fuera una pieza importante en un engranaje que desconocía? ¿Cómo dibujarse el rostro deseado en la rotación de espejos de los que han estado siempre afuera? Resonaron en su cabeza las palabras del anciano custodio al que apodaban Chanchullos, quien al ver la presurosa salida de algún reo decía: “Si no regresa, está muerto”.

Recordó de nuevo al Cholo y a Edy. Hurgó en su bolsillo. Desarrugó otro papel con las palmas de las manos. Leyó una dirección. Pensó en qué tipo de arma sería útil y cómo regresaría ahí de donde apenas había salido. Impulsado por la certeza dibujada en un rostro ya despojado de tensiones, se dirigió a tomar un taxi.

Dos meses después volvió al penal como reincidente. Ya encerrado recobró su buen talante. Se sintió en control de su vida y si algo le faltaba sabía cómo conseguirlo. Dejó de ser nadie.

Un año después Edy alcanzó la libertad condicional. Roberto y el Cholo lo despidieron haciéndose un guiño de entendimiento y compartiendo una sesgada sonrisa irónica.


Jumb17

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