El guijarro de la avalancha*

No quiero escribir una nota lacrimosa. Ya mucho tienen que aguantar mis amigos sus propios problemas como para venir, con mis lamentos, a incomodarlos con la misma historia. No voy a hablar de la labor de Sísifo que tenemos que soportar día a día: ¿motivar a los demás a leer? ¿Invitarlos a participar en una sesión de nuestra sala de lectura? ¿Recomendarles la lectura de este libro genial que nos cambió la vida? Las piedras nos harían más caso, hemos pensado en más de una ocasión.

Tampoco voy a referirme al medio en el que nos desenvolvemos, donde el mediocre partido de las Chivas es más seductor que un poema de Ricardo Castillo, o la insulsa y artificial trama de la telenovela de moda —o los chismes del artista más tonto y egoísta que uno se pueda imaginar— interesa más que una pieza de Hugo Salcedo, o la película espectacular pero idiota tiene más público que el libro que le sirvió de inspiración —aunque, la mayoría de las veces, este libro tampoco vale la pena…

Voy a pasar de largo el tema de los bachilleres, público cautivo de mi sala de lectura, adolescentes hormonales que prefieren un beso, seducir a su compañera, irse al bicho (billar) con sus amigotes y emborracharse, pelearse con sus maestros y sus padres, antes que cumplir con la tarea o descubrir los universos maravillosos que nos revela la literatura. (¿No lo prefiero yo también?)

En este momento, al tratar de hablar de las piedras en el camino, me referiré a obstáculos que no son tan evidentes, que más bien me toca padecer de manera particular, por el ámbito universitario en que me desenvuelvo. Me parece que los ejemplos que acabo de enumerar son comunes a todos nosotros, que compartimos el quijotesco anhelo de encontrar en cada individuo un lector, desde los siete hasta los noventa años.

¿Será la primera piedra el valor que me atribuyo como integrante de la comunidad universitaria? O más bien, de la Preparatoria 2. Porque si me refiero a toda la UdeG debo incluirme en el macrocosmos de miles de profesores, investigadores y personal administrativo que podría interesarse por tener a su cargo una sala de lectura, y entonces no sólo me sentiría un profesor del montón, sino un insignificante empleado cuyo único mérito consiste en figurar en la nómina.

Pero no, me circunscribo al cerrado espacio de la Preparatoria. Aquí la nómina se reduce apenas a unos trescientos trabajadores. Pero el panorama no me ayuda a sentirme más importante. ¿Y si me limito a los profesores de mi área? Cuento poco más de cincuenta. Ninguno tiene sala de lectura. ¿Pero por qué este desglose que más parece referencia de los que no se quieren afiliar al sindicato? Trato de subrayar el desánimo que puede surgir ante la aparente pequeñez de mi labor, limitada a poco más de los doscientos estudiantes que atiendo por cada ciclo escolar.

En efecto, porque tal sería la primera piedra con la que me tropiezo. Del total de empleados de la preparatoria, reduzco al dieciocho por ciento el número de aquellos que, por su perfil, pudieran entusiasmarse con mi labor de promotor de lectura. Pero en mis cuatro años de actividad en esta institución, apenas cinco o seis me han dicho: “¿Sala de lectura? Órale, qué padre”, sólo una ha invitado a sus alumnos a que se incorporen a ella, una me persiguió por toda la escuela con su bastón y otro me acosó sexualmente.

Mi primer año fue difícil. Me consta que fui saboteado de diferentes maneras. ¿Desánimo? No: tengo diecisiete años de conocer a esta fauna universitaria, y su actitud hostil y de boicot, de indiferencia y de imbecilidad no me sorprende. Pero lo que me permite seguir adelante no son mis compañeros académicos, sino los jóvenes a quienes dedico mis afanes (aun los profes tienen las puertas abiertas de mi sala de lectura. ¿Pero saben cuántos se han acercado a curiosear entre los estantes de mis libros? Uno, y porque pensó que los libros se regalaban; ya suprimí del inventario el ejemplar que se llevó).

Pero debajo de esta relación turbia hay otra peor, más mezquina y difícil de sortear, en la que se ahogan los novatos y que los obliga a tirar la toalla o corromperse como el resto, es decir, dedicarse a una vida de intrigas, de molicie, de mediocridad y conformismo, de hacerle la vida imposible al resto. Me refiero, claro, a esa política sucia, a la grilla universitaria en la que el sujeto, muchas veces, más que buscar el ensalzamiento propio se regodea en vituperar y desacreditar a los otros, en especial a quienes trabajan desinteresadamente, esforzándose por permanecer ajenos a ese mundo estéril y denigrante.

De cualquier manera los profesores no se han erigido —y creo que nunca lo harán— en una piedra de dimensiones preocupantes, porque a pesar de ellos continúo con mi labor. En la escala administrativa, sin embargo, hay piedras de mayor tamaño, y si pensamos en la mayor de todas —el Jefe del Rector—, ésta desciende golpeando a las menores hasta alcanzar al guijarro más pequeño —el modesto profesor de bachillerato, ínfimo nivel en el que me ubico— en un efecto de avalancha que afecta nuestra labor de promotores de lectura.

La maquinaria universitaria —presentada en esta imagen estrepitosa, en la que yo quedo sepultado hasta lo más profundo del caos final— centra sus esfuerzos en la lambisconería, el halago muto, el fingimiento, la voracidad y la rapacidad, el influyentismo, lo que deja poco espacio al trabajo académico, y por lo tanto una sala de lectura nunca será, en la realidad, un espacio prioritario en los ámbitos de nuestra honorable casa de estudios.

¿Y qué están pensando? ¿Que solamente teorizo y divago? ¿Que me hago eco de los decires de los eternos inconformes que no desempeñan otro oficio que el de plañideros despotricadores contra los vicios del sistema? Voy a los testimonios de cómo padezco todas estas situaciones. En realidad, al mencionar las piedras de mayores dimensiones en la escala administrativa no quería referirme al Jefe del Rector, pues tan honorable persona no tiene el gusto de conocerme —qué suerte—; quería hablar, más bien, de los directores de las preparatorias, a quienes, mal de mi grado, más de alguna ocasión me veo obligado a visitar en su oficina.

En la Preparatoria 2, por ejemplo, el director anterior, de triste memoria gracias a la prensa local, nunca puso reparos para que trabajara mi sala de lectura, pero no movió un solo dedo para asignarme un espacio, aportar recursos para la adquisición de acervo o para facilitarme el trabajo con los estudiantes. Era como esos funcionarios universitarios de los que habla la canción: a todo decían que sí, pero no decían cuándo. Pero eso sí, nombró a un fulano insensible que me puso —y aún continúa haciéndolo— el mayor número de obstáculos para almacenar los libros —no es una piedra en el camino: es una piedra en el zapato—; tuve que limosnear un rinconcito entre los cuates, y finalmente los de Matemáticas se condolieron de mí y me asilaron con mi altero de cajas.

Hace unas semanas —nótese: luego de casi cuatro años de pelear por un espacio— el actual director, Juan Manuel Soto García —claro: debo citar el patrocinio— me asignó, hasta el palomar —o el gallinero, como le llamábamos en la Prepa Jalisco— un pequeño cubículo que equipó con un librero —insuficiente, lo digo entre paréntesis, para los libros que me entregó la Secretaría de Cultura y los que he ido adquiriendo en este tiempo—; también, desde el año pasado, por lo menos en un par de ocasiones ha asignado recursos para la adquisición de ejemplares.

*Ponencia leída durante el Segundo Congreso Estatal de Salas de Lectura “Intercambios que construyen”, realizado del 11 al 13 de diciembre de 2009 en Lagos de Moreno, Jalisco.