Collage bovino

 

Alguien está muriendo en el primer piso, tose desesperadamente. “¡Carajo, cállate!”, le grito. LaÉl y yo movemos las fichas, por rigor los peones se van a la mierda primero y el pendejo del rey escondidito junto a su reina —y ella colecciona recortes de su alteza, cuando él juega a ser peón produciéndose heriditas de guerra. LaÉl, en su estado de hembra, me colorea manchas en la espalda, me adopta, ofreciéndome sus ubres para reponer todo el peso que perdí por la bulimia —después de tanto sexo con el rey, necesité provocar el vómito. Pero cuando LaÉl retorna a su estado de macho, su flexura sigmoidea desaparece con sólo olerme, se extiende el pene, la boca ramonea un deseo con mis pechos estriados —y realmente no son estrías, si no ataques de felinos huérfanos o… ¿quizás soy una ceiba? Y es allí que experimento soledad, compadeciéndome de ese  hombre que se asfixia en la cocina, ahora mismo, con una orquídea extendiéndose desde la boca. Esa que cruza la laringe, la tráquea, los alveolos, hasta desembocar finalmente en los pulmones. Quizás su sistema respiratorio era en realidad un tejido complejo, y es un hongo lo que lo mata, no la maldita flor. Esa micosis que LaÉl en su estado macho, expande sobre una foto de postulante para padre… para el mío.