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...y el vivo al gozo

Rubén Hernández Hernández

Ahora me encuentro en todas partes y en ninguna: el don de la ubicuidad me ha sido otorgado. Inexplicablemente para mí se han agudizado todos mis sentidos. Hasta puedo asegurar (¿quién puede asegurar algo?) que mis percepciones de la realidad son más nítidas. Incluso me asiste la terrible facultad de transitar por entre los torcidos pensamientos de los demás. De manera que registro vívidamente los momentos en que María se acerca a mí y se detiene a mirarme un largo rato. Luego se inclina hacia mi rostro y posa su mano cálida, sonrosada y suave en mi mejilla fría, rasposa y casi tumefacta. Después se vuelve y hace una señal a mi compadre para que cierre la ventanilla del cajón. El contacto de aquella
                su piel me hizo
                                hace recordar que tengo veinticuatro horas de haber sido declarado formalmente muerto.

Mi compadre Saúl había contemplado con neblinosa, ebria mirada las repetidas veces que María se acercó hacia mí. En su rostro se dibuja una expresión de repugnancia y burla. Luego empina del cuello de la botella de ron que lo acompaña desde el filo de la letanía del tercer rosario. Una vez que el líquido le recorre el estómago, suspira como si se despojara paulatinamente de una pesadez en los hombros. Una plácida, taimada alegría comienza a invadirlo, tanto que a duras penas logra reprimir una sonrisa
                                                risilla
                                un ji ji ji que hábilmente transforma en gesto de adusta compasión. Cuando supo de mi muerte lloró frente a todos los del vecindario. Le había dolido
                                                dolió
                                                duele

¿Duele? Mi muerte. ¡Cómo no! Yo era su amigo y compadre.

Pero María ya está libre. Ahora sí. Viuda joven, piernas blancas, torneadas con delicadeza y cubiertas de finísimo vello dorado; alteña de Jalisco; nalgatorio opulento, senos todavía bien firmes. Le seguía el hilo de sus pensamientos y claro que me lastimaban. No sé por qué carajos se me ha concedido tal gracia. Comprendo que no es un privilegio

¿Privilegio?

¿Terror postrero? Desconozco cuánto tiempo tendré que cargar con los malos pensamientos propios y con los de mis prójimos. ¡Alabado sea el Santísimo!

A decir verdad, tampoco María, pasados los primeros momentos, parece demasiado triste por mi muerte. Gimotea lo rigurosamente necesario como corresponde a una recién casada prematuramente viuda. Grita mi nombre ya muy de vez en vez, y sólo cuando rememora mis desplantes de enamorado cariñoso a la hora del amor. Lo cierto es que a ella también le adivino algo que de no ser por mi exhaustivamente confirmada defunción, me haría revolcar de rabia y dolor en el ataúd. La muy ingrata, que ahora debería estar guardando el mínimo respeto a mi memoria, piensa darle gusto al cuerpo lo más pronto posible. Y ahora ustedes adivinen con quién. Sí, con mi compadre Saúl, el mismo que a diario me pedía cigarro y cerillo, porque según él, comprar la cajetilla le hacía fumar hasta el enfisema.

Cuando se enteró de mi fallecimiento vino sin tardanza a mi velorio. Yo que todavía no adivinaba los pensamientos de la gente, me dije: ¡Qué buen amigo es Saúl! Hasta compró, ahora sí, su cajetilla de cigarros. Bueno, condolencias vemos, intenciones no sabemos.

En el transcurso de la tarde he comprendido que la única prisa que le corría a Saúl era, la de ya sin el temor de mis ojos vigilantes de esposo celoso y enamorado, cuasicogerse a María con la vista. Deleitar la pupila a sus anchas.

Ha repasado alrededor de cuarenta y nueve posiciones para satisfacer a mi esposa, quien tampoco carece de imaginación al respecto. Bien que en nuestros ocho meses de casados la despojé de todos sus pudores.

Saúl se adorna ofreciéndole cigarrillos caros a María, y esta ni tarda ni perezosa corre a la cocina y regresa con rebosantes jarros de café de olla para el compadre, como se dirigía a él al principio, ahora sencillamente le dice Saúl. Hace unos minutos se dejó abrazar, mientras le susurraban: “María, comadrita”. Luego acercó una botella de medio litro de Bacardí “al mejor amigo de mi esposo”.

Hace horas consagran su pensamiento al inminente amancebamiento. Esta incursión en mentes ajenas aumenta el dolor de la muerte.

María bebe acompañando a Saúl y ya entrados en confianza, María toma, toca, tienta, roza, frota, aprieta subrepticiamente la mano de Saúl: “Ay, Saúl, Saúl, usted no sabe (suspiros prolongados + agitación del pecho = turgencias que se inflaman) qué sola me siento ya... / Los demás rezan: Santa María madre... / Saúl contesta con voz tartajeante (sangre que se agolpa en el cerebro + cercanía de mujer = erección inocultable) tan jóvenes los dos... / ni siquiera el recuerdo de un hij... / Los demás siguen rezando: Padre nuestro que est... /”

María mira de soslayo el bulto en la bragueta del pantalón de Saúl, quien al darse cuenta de ello, adelanta la cintura como para iniciar un danzón de esos que tanto le gusta bailar.

Cuando me descubrí con esta conciencia terrible ya estaba bien encajonado. No supe ni a qué horas me convertí en cadáver. Según dijeron dos médicos del Seguro Social me intoxiqué con queso. Pero el queso es cosa secundaria, creo que ya me tocaba. Lorenzo el de la cremería fue encarcelado, según me he enterado en el transcurso de mi velorio.

Todo fue tan rápido que ni tiempo tuve de comer la quinta quesadilla, ni de encomendar mi alma a Dios, como me habían enseñado en el catecismo. Dicen (yo no me acuerdo. No me quiero acordar) que nomás apreté el estómago y solté un quedito ¡ay!, luego torcí los ojos o los puse en blanco, no sé exactamente cómo ocurrieron las cosas. Es tanto el chismorreo y los rezos que no me dejan discernir con precisión las versiones que de mi muerte hacen los contertulios al café y chupe de gorra.

Que dizque cuando me sacaron del departamento iba ya más muerto que vivo. Tifoidea fulminante. Como era sábado a lo mejor los médicos del Seguro no me atendieron como se debía, porque yo estaba fuerte. No era ningún míster México, ni mucho menos, pero sí me defendía de salud.

María se niega a que me hagan la autopsia, pero el Ministerio Público le advierte: es un trámite legal / si no el fiambre... /
                                                                Yo era el fiambre
                                                Y fui el fiambre
                                                                .../ si no el fiambre no sale de aquí.

Tengo el vientre suturado y... Previsora como siempre, María pagó de contado el servicio funerario con ahorros nunca sospechados por mí.

La situación ha cambiado radicalmente en unas horas. María ya quiere verme enterrado, Saúl, igual. Se comprende...

Entiendo que por motivos de salud pública eso ya no se puede posponer. Saúl no piensa esperar mucho (Saúl, por favor... Sí, sí, sííí, yo lo estimo, pero... la gente ya ve que... No hay que comer ansias...) para cristalizar sus deseos, instintos, ganotas en la anatomía corporal de mi dispuestísima esposa.

Ojalá que esto de adivinar pensamientos que no me pertenecen se acabe pronto porque si no, aparte de muerto, voy a sumirme en la locura.

Afortunadamente comienza a extinguirse este terrible don postrero. Ya sólo percibo vagos rumores carentes de significado.

Me apresa un absoluto cansancio. Me estoy quedando bien muerto. No tengo miedo porque aun mi propio pensamien...


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