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Deriva

Andrés Guzmán Díaz

En la lápida se lee: aquí yace Elina Legis Montemayor, hija y madre amada. Descanse en paz. 23 de marzo de 1985 - 20 de julio de 2026. Y parece que el viento aprendió de memoria el epitafio: en vida fui lo que muerta soy.




Consideró que sería su última labor. En cuanto vuelva, renunciaré, pensó. No es posible que me envíen siempre a mí a cubrir las noticias hasta la chingada, mientras Jorge se queda en la oficina con el culo bien fresco. Simplemente no es justo. El calor insoportable no menguaba pese a que había encendido el aire acondicionado de su camioneta vieja. Faltaba poco para que el viaje de más de dos horas terminara. No así su viaje.

Era la segunda ocasión que iba a aquella playa. Recordó que cuando tenía 10 años fue allí a vacacionar con su madre. Recuerdos vagos de agua, sal y sol. Recuerdos poderosos de amor, comida y risas. Descansa en paz, mami.

Salió de su vehículo y sintió una brisa hirviendo en su piel. Era momento de trabajar.

Faltaban hartos metros para llegar a la costa cuando advirtió que la gente se juntaba alrededor de no sé qué espectáculo antinatural, un fenómeno extraordinario. Válgame Dios, cuánto idiota, dijo entre dientes. Al arribar notó que varios policías trataban sin ganas de evitar que toda aquella gente pasara a una “zona restringida”. Se acercó a una mujer cuya blusa parecía ceder ante la fuerza explosiva de sus enormes senos y le expresó mientras se miraba en sus lentes: soy la corresponsal de El Diario.

Llega justo a tiempo, jovencita. Y ambas caminaron hasta un grupo de jóvenes y hombres. Timón, ahí te encargo a esta muchacha, me la cuida porque es de la capital, ¿eh?

Timón era un hombre cuyas canas delataban cuatro décadas, pero cuyo porte pertenecía a los jóvenes que pasean por el malecón en busca de una presa femenina.

Mucho gusto, Timón para servirle a usted y a Dios.

Me llamo Elina Legis; puede decirme Eli.

Encantado, Eli.

¿Qué tenemos aquí?

Pues nomás lo que ve, señorita. Llegaron hace cuatro horas y hemos estado tratando de regresarlas adentro, pero no se dejan las jijas.

Vaya, ya veo. Fue entonces que se cuestionó Elina, con mayor peso que con anterioridad, qué carajos tenía que hacer allí, donde ni su intelecto ni sus fuerzas servían para retornar veintisiete ballenas piloto al Golfo de California.




El oleaje es suave. Da chance de armar un castillo. Vierte arena en una cubeta y la vuelca sobre la del suelo húmedo. Una torre. Repite la acción y se multiplica el edificio. Dentro del majestuoso inmueble, una princesa es resguardada y espera. Divisa el ocaso hermoso. Su mirada es triste, como la de la arquitecta, porque sabe que quien ha de rescatarla no sabe siquiera dónde está. Hay que hablar. No, hay que gritar: ¡mamá!




Se acercó a una de aquellas varadas, la que parecía que estaba muerta. Se le quedó viendo un buen rato. Ojalá pudiera liberarte, Willy, le susurró Elina. La acarició con delicadeza. No tienes cara de Willy, le manifestó; te llamaré Cati porque siempre me gustó ese nombre. En su mente, Cati se movía y hacía sonidos en señal de aprobación de su nombramiento. En ese instante, en ese espacio, no había manera de comprobar que el animal entendiera ni un ápice de lo que Elina expresó.

Es muy bonita, dijo una voz desconocida, ¿no crees? El susto hizo que dejara de acariciar a la cetácea y buscara el dueño de aquellas palabras. Encontró una sonrisa blanca debajo de un par de lentes color naranja. Hola, me llamo Raúl. Adelantó una mano para ser estrechada y Elina tardó unos cuantos segundos en entender que se trataba de un saludo casual.

Hola, Raúl. No fue inconsciente el evitar decirle a su nuevo interlocutor su apelativo.

Muy bonitos que son los calderones, ¿no lo cree, señorita…?

Elina, pero dime Eli.

Señorita Eli, muy raro su nombre. Todo es relativo, reflexionó ella. Y dime, Eli, ¿por qué eres la única mujer que dejaron pasar los policías hasta acá?

Soy la reportera de Tijuana, respondió.

Ah, ya veo, confesó Raúl al tiempo que sonreía, por lo que Elina supuso que se trataba de una burla.

¿Ya ves qué?, le preguntó.

No, no, nada, es que yo también viví un periodo en Tijuana y me acordé. Esa estúpida sonrisa era tan persistente como la de aquel maldito gato. Seguía viéndose Elina en los ojos de los demás, como si todos ocultaran su alma por temor a ser vistas o a ser robadas. Ningún aspecto físico de Raúl era notable: un muchacho de alrededor de veinticinco años que paseaba por el litoral; podría ser cualquiera: turista, oriundo, galán, pedófilo, artista. Bueno, tal vez artista no. Son canijos los estereotipos, recapacitó Elina. No obstante, lo que más llamaba la atención a Elina era su sonrisa. No tenía dientes blancos en su totalidad ni su alineación era perfecta. Bastaba con ser sincera y era precisamente la sinceridad lo que sorprendía a Elina. ¿Pudiera ser que el alma no esté sólo en los ojos?

Bueno, Eli, afirmó Raúl, observa cómo devolvemos estas criaturitas al mar. Anota en tu libreta: Raúl, el de la larga cabellera, fue el más sobresaliente de la faena al retornar a veinticuatro de los veintisiete mamíferos al hogar de Acuamán. Elina se conformó con sonreír y retroceder. No había tal libreta, ella poseía buena memoria. Diecisiete hombres empujaron uno a uno los animales. Tardaron tanto que Elina no sintió el tiempo transcurrir. Treintaicuatro brazos, susurró, treintaicuatro brazos ¿en contra o en favor de natura? Se le hizo un nudo en la garganta. Con lágrimas a punto de rodar sobre las mejillas, discurrió: adiós, Cati, sé libre. Regresa con tus padres. Abrázalos, quiérelos. Regresa a tu hogar, a esa pequeña esfera de agua que no cambiarías por el océano entero. Regocíjate ante la belleza de ser una ballena. Bendita eres porque jamás dudaste de tu identidad. Fue la circunstancia la que te encalló, no tú. Vamos, sé libre.




Una cámara empieza a grabar antes de enfocar a la niña en primer plano. Está sentada, peinada a la perfección y con un vestidito azul. Su rictus y su postura están tan fijos que uno podría colocarle una manzana encima de la cabeza. O quizá una manzana encima de una manzana sobre su cabeza. Quiere hablar, sin embargo. Detrás de ella se ven las cortinas blancas de una ventana casi del tamaño de la pared, por la cual entra una luz intensa. Se oye una voz femenina fuera del encuadre: vamos, Eli, habla. Hola, mi nombre es Elina Legis Montemayor…, tengo diez años…, y yo…, yo… Sus ojos buscan un rincón en el techo, se posan de nuevo en la lente y abre un poco la boca. Sus ojos ahora se pierden en un agujero en el suelo. Suspira al comprender que es ya demasiado grande para caber en aquel orificio minúsculo. La grabación se detiene.




Elina esperó a que devolvieran cada espécimen al mar. Sintió que era su responsabilidad. Compró un periódico, un café y una dona y se instaló debajo de una sombra en el malecón. A veces le parecía discernir las sombras de Timón y de Raúl. La señora cuyos senos rompen blusas ya no seguía impidiendo el paso porque la relevaron. Elina llegó a escuchar que su rango era lo bastante elevado para gritarle a los curiosos que se mantuvieran detrás de la raya porque estaban trabajando.

Se acercó a ver cómo empujaban al último calderón, mas llegó tarde para presenciar el momento en que todos, sudados y agotados, chocaron sus palmas en señal de triunfo. Raúl vio venir a Elina y se separó del grupo junto con Timón. Ambos se dirigieron hacia ella. Raúl estuvo todo el camino haciéndole señas a Elina, como si se encontraran tan lejos que el movimiento de sus brazos fuese crucial para ser reconocido. Ella contestó con una ligera sonrisa, empero estaban lo suficientemente cerca para que tanto Raúl como Timón la notaran. ¿Cómo les fue?, interrogó Elina.

¿Bromeas?, respondió Timón, ¿alguna vez has empujado veintisiete ballenas? Todos se rieron.

Venga, recomendó Raúl, les invito a beber algo para celebrar.

¿Qué celebramos?, cuestionó Elina.

La vida en tierra firme, contestó Raúl. Aunque ya no traía lentes puestos, le costaba trabajo a Elina distinguir el color de sus ojos. No importaba mucho, pero sentía curiosidad.

Llegaron al bar Morondongo, ubicado en una de las calles que daba hacia el puerto. El ambiente era tranquilo por ser domingo en la tarde, después empezaría la verdadera función, pensó Elina.




Suspira.

Si los nervios no traicionan todo irá bien, canturrea.

Mira hacia la ventana con miles de preguntas agitándole el corazón y la respuesta no la encuentra. Parece que ni siquiera la busca. Tal vez, la única resolución es observar el caer de la lluvia más allá del cristal. Afuera, una tormenta cae. Dentro, nubes negras amenazan con ceder en cualquier momento, con relámpagos tempestuosos. Suspira. Cierra los ojos.

Dejo en tus manos lo que hemos acordado.

Trata de calmarse o quizá sólo de aparentar calma. Ya volví, dice al cruzar el umbral. Las palabras fueron emitidas por una sombra humanoide innominada. Elina abre los ojos para buscar una mirada. La encuentra. En una mirada se entrecruzan centellas que jamás se imaginaron, dos remolinos que no se quieren evitar, dos estrellas en divina colisión.

Las gotas acarician la ventana, cada vez con mayor vehemencia. Cada una surca el vidrio de arriba abajo, tan densa que deja un rastro considerable, como si el agua se multiplicara. El agua ahora se torna vino y se multiplica. Las nubes bufan vientos huracanados y las palmeras se pandean. Piensan que cederán al instante, pero algo les proporciona fuerzas para mantenerse imbatibles. La tierra retiembla al compás del vino, de los vientos y de los rayos. Todo es uno en un baile espontáneo y salvaje, aunque suave y arrullador.

El vino se derrama fuera del marco al finalizar la borrasca. ¿Quién ha triunfado: el cielo o la tierra?

Dejemos que lo cierto sea lo que imaginamos.




Después de haber charlado y bebido durante un par de horas, Timón, Raúl y Elina estuvieron de acuerdo en abandonar el lugar, pues se empezaba a llenar el local. Si me permiten, pasaré al baño.

Que todo salga bien, dijo Raúl.

Déjala en paz, espetó Timón.

Tú déjame en paz, viejo amargado, ella va a acostarse conmigo, ¿o a poco piensas que se va a ir contigo?

Yo no pienso en nada de eso, declaró Timón.

Bueno, entonces estás de acuerdo en que será mía.

Eso ya lo veremos, Raúl.

¿Nos vamos?, preguntó Elina al regresar.

Al infinito, nena, profirió Raúl.

Los tres caminaron hacia el poniente, en dirección opuesta a la orilla. Subían la pendiente de la calle cuando se le ocurrió a Elina volver la mirada. Contempló el ponto: la inmensidad. Luces empezaban a encenderse porque la noche se aproximaba. Y pensar que veintisiete seres quisieron escapar de un lugar tan hermoso, susurró Elina.

Timón, que se había detenido casi a la par, le contestó: A veces el escape no es de un lugar, sino de uno mismo. Lo miró. Sin los rayos del sol cayéndole al rostro, las cuatro décadas eran evidentes. Estaba bronceado y sus ojos brillaban.

¡Oigan, tortugas, la bahía no va a ir a ningún lado!, gritó Raúl. Los rezagados caminaron tras él sin decir más. Elina tomó del brazo a Timón en un acto tan franco que cualquiera que no los conociera habría jurado que estaban desposados.

Llegaron a una vivienda enorme, color blanco. La fachada era simple y el jardín frontal enorme. Hemos llegado, anunció Raúl, entren. De los muebles en el interior Elina dedujo que sin duda Raúl no ganaba mucho dinero, pues a pesar de que había bastantes muebles, no eran ni remotamente de los más modernos ni ostentosos. Siéntete como en tu hogar, le recomendó Timón a Elina, con tu permiso, iré a mi aposento.

¿Duerme Timón contigo, Raúl?

Sí, porque es su casa; él es mi papá. Elina trató de no manifestar de más la sorpresa que le causó, así que hizo una mera mueca que tal vez Raúl no comprendió. Sin deberla ni temerla, Raúl inquirió a Elina: ¿Quieres tener sexo conmigo?

¿Disculpa?

Que si quieres tener sexo, tú, yo.

En realidad no esperaba que me dijeras eso.

Anda, ven.

No, Raúl, debo escribir el artículo para El Diario y mandárselo al jefe.

Está bien, puedes escribirlo en mi cuarto, allá está el módem de internet.

¿No tienes wi-fi?

Híjole, no.

Elina miró a Raúl con cierto odio, empero él disfrutaba poder llevarla a su dormitorio, aunque fuera para seguir hablando con ella.

La habitación de Raúl era tal como lo esperaba Elina: desordenada. Sin embargo, lo consideró lindo. Había muchas fotografías en la pared que estaba de frente al entrar.

¿Ella era tu madre?, interpeló Elina con entusiasmo después de observar algunas.

Es, respondió Raúl; está divorciada de Timón.

¿No le dices “papá”?

No, así nos sentimos más en confianza.

¿Por qué aún vives con él?

Pensarás que soy un flojo y que no trabajo; en lo de flojo tienes razón, pero sí tengo chamba. Me gusta esta residencia, sólo por eso; yo nací aquí.

A más de fotografías, observó Elina un librero, que en su mayoría contenía libros con láminas de biología y de zoología.

También tengo el Kamasutra, aconsejó Raúl, por si te interesa.

No, estás mintiendo.

Sí, me descubriste.

Hubo un largo silencio. Elina hojeaba algunos libros.

Raúl, ¿por qué fuiste tan directo conmigo?

¿Te refieres a la propuesta?, bueno, en primera, eres muy linda, en segunda, quiero tener sexo contigo y en tercera…; no, no se me ocurre en tercera qué.

¿Supusiste que diría que sí?

En realidad no supuse nada, nomás intenté; hice lo que quise porque eso hago siempre.

¿Siempre?

Sí, uno está exento de hacer y decir lo que siente.

Yo creo que hay reglas, ¿no?, no puedes simplemente…, pues…

¿Qué?, ¿preguntarle a alguien si quiere tener sexo contigo?

Sí, eso no lo puedes hacer.

Yo lo hice.

Sí, pero tú no cuentas porque eres tú.

Vaya, yo soy yo, ¿y tú eres?

Olvídalo. Elina tomó la laptop que le había concedido Raúl y salió del cuarto. Buenas noches, sentenció al cerrar la puerta. Él era lo bastante inteligente para saber que su oportunidad había pasado… o quizá era tonto sobremanera.




Mucho gusto en conocerla, señorita Legis.

El gusto es mío, señor Reyes.

Puedo ver en su currículum que usted está muy preparada, que ha tenido una trayectoria interesante, pero me gustaría escucharla hablar a usted en persona. El señor Reyes se reclina atrás en la silla, sube su pierna izquierda a la derecha al nivel de la rodilla y extiende los brazos con disimulo hacia adelante.

La mirada del señor Reyes es como una cámara, piensa Elina. Una videograbadora que fisgonea más allá de la blusa escotada y del vestido azul pulquérrimo. Le incomoda sentir esa lente registrando su cuerpo.

Bueno, mi nombre es Elina Legis Montemayor…, tengo treintaiún años…, y yo… Mira a través del ventanal que está detrás del señor Reyes. Ve una parvada perderse en el horizonte. No habrá de cortarse la grabación. Esta vez no. Acabo de renunciar a mi trabajo en El Diario, pronuncia con voz firme. He regresado de un viaje, quizá el más importante de mi vida, y estoy dispuesta a conseguir este empleo, señor Reyes. A pesar, piensa, de que tendré que lidiar con cámaras como la suya todos los días.




Elina se dirigió a la sala, determinada a escribir su artículo. No sabía por qué se sentía tan enojada luego de la charla con Raúl. Poco antes de llegar vio a Timón, que veía la televisión a un bajo volumen.

Disculpa, Timón, yo…

Al observar la laptop en su brazo le preguntó: ¿Ibas a escribir tu crónica?

Sí, pero debo mandarlo y Raúl dice que no tienen wi-fi.

Timón ríe: Claro que sí tenemos, ven. Dio unas palmaditas en el sofá para indicarle a Elina que la invitaba a sentarse junto a él. Ingresó la clave enseguida de encender la laptop y siguió viendo la televisión.

Allí estaba ella: contra un dúo de monitores que la invitaban a navegar por un mundo de información, al lado de un hombre que apenas conoció hoy, en una morada tan acogedora que se sentía desubicada. Timón se dio cuenta de que Elina sollozaba y apagó la pantalla. Se reclinó en el extremo del sofá y abrió su brazo izquierdo.

Ven, la exhortó. Ella no pudo rechazar aquel abrazo. ¿Cómo es que alguien es capaz de realizar lo que quiere, de saberse autónomo y, sin embargo, ella estar aquí: en una playa a la que no quiso venir, en un oficio al que no quiso llegar, en una existencia a la que fue orillada? Ella es una piloto atorada en profunda arena, pesa veintisiete veces una Elina y nadie se atreve a empujarla de vuelta al océano.

Timón le acariciaba su cabello negro. Se mantenía en silencio, pues eso le dictaba la experiencia. La calma llegó paulatinamente a Elina. Se secó las lágrimas. Tomó la laptop y escribió su sección, que será la mejor según la opinión de su editor cuando la lea.

¿Qué piensas de mí, Timón?

Apenas te conozco, Elina.

Sí, pero estuvimos en el bar durante dos horas.

No importa lo que piense sobre ti, querida.

¿Por qué no?

Porque tú podrías pensar otra cosa.

Anda, necesito tu opinión. Timón se mantuvo en silencio. Elina lloró otro poco, no tan abundante como antes.

La alejó con suavidad. Ella lo miró desconcertada. Él se puso de pie.

Adiós, Elina, mencionó por fin, sé libre. Regresa con tus padres. Abrázalos, quiérelos. Regresa a tu hogar, a ese pequeño terruño que no cambiarías por esta casona. Regocíjate ante la belleza de ser tú misma. Bendita tú porque aún puedes recuperar tu identidad. Fue la circunstancia la que te naufragó, no tú. Vamos, sé libre.

La tormenta se desató en la cara de Elina. Gota tras gota resbalaba. Se incorporó tan rápido como pudo y abrazó a Timón. Ambos perdieron el equilibrio y cayeron sobre el sofá. Ella abajo y él arriba.

¿Te lastimé?, curioseó Timón.

Claro que no, respondió Elina. Y ambos se fundieron en un abrazo que se antojaba perpetuo, aunque ninguno sabe cómo ni cuándo se quedaron dormidos.




Raúl se tomó la cabeza incrédulo por la noticia: veinticuatro cetáceas regresaron en algún punto de la madrugada a la costa. Elina se separó de sus compañeros y corrió hasta el lugar que de nuevo estaba custodiado por la eterna nodriza. Llegó a los yertos cuerpos y se arrodilló, resignada. Timón y Raúl la alcanzaron sin tanta prisa. No había nada que decir, salvo corregir los párrafos que envió a su patrón e informar que veinticuatro volvieron para morir, acompañadas. No obstante, había una pregunta que acosaba la mente de Elina: ¿acaso una de ellas es Cati?




Puja. El dolor es insoportable. La respiración no cesa y, al mismo tiempo, parece no ser bastante.

Puja. Elina aprieta con intensidad el brazo fuerte de su esposo. Grita e insulta porque siente que lo que sale de su cuerpo no sólo es una cría, sino el alma entera.

Puja. Sus ojos se pierden en la luz blanca del techo raso. Su corazón no puede más.

Doctor, la estamos perdiendo.

Señora, puje y salve a su bebé. ¡Puje por su vida!

A su memoria viene aquel 15 de mayo de 2016 en San Felipe. Otra vez es aquella Elina inexperta, llena de rencores. Otra vez se encuentra delante de veintisiete cuerpos en la playa. No son ya ballenas encalladas, sino bebés malparidos. Se horroriza. Uno de ellos está a sus pies. Se agacha para abrazarlo y no puede contener el llanto. De pronto escucha la expulsión abrupta de agua. Es un calderón, a la distancia.

Mi amor, dice su esposo en la sala de partos, puja, quédate conmigo.

Coloca con delicadeza al bebé en la arena mojada, junto a un castillo de dos torres, y se dispone a ir hacia aquel volcán acuoso.

Puje, señora, falta poco, ya puedo ver asomarse la cabeza.

A su lado llegan Raúl y Timón, uno a la derecha y otro a la izquierda. Todos sonríen, casi carcajeándose.

¡Es una niña!, grita el doctor. El llanto sale de aquellos pulmones recién estrenados. Su esposo besa en la frente a Elina y ríe, casi carcajeándose. Abraza él a la nena después de que le cortaron el cordón umbilical.

Mira, mi amor, le indica, es una bebita.

El cielo en la ribera está en penumbras por el crepúsculo. Llegan adonde avistó el chorro salir.

¿Cómo le llamaremos, Eli?

Ella es feliz al reconocer a la criatura ante sí. Con los ojos cerrándose alcanza a pronunciar Cati.


Jumb3

Sala de lectura El Aleph

Andrea Madrigal


Jumb4

Cercanía

Ana Romano Argentina


Jumb5

Ramón Rubín

Rayas | Avelar | Rentería | García


Jumb6

Jett, King & Báez

Raúl Caballero García


Jumb7

Cuando tenga tiempo

Raúl Bañuelos


Jumb8

Noche noche

Abigael Bohórquez


Jumb9

El juez

Elizabeth Calderón


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Ironía

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Jumb11

Chimeneas

Haidé Daiban Argentina


Jumb12

Naná y Emma

Andrea Avelar