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La espera

José Francisco Cobián Figueroa

Desde temprano estoy sentado ante esta ventana. Al parecer fui el primero en llegar hoy a la escuela, ya que a la única persona que vi aquí es la intendente, que estaba barriendo el patio mayor.

Aquí, sentado, he visto pasar a todo el mundo por la calle. Los obreros, los albañiles, los campesinos, los muchachos de la secundaria, las mujeres que van a misa, las ambulancias del hospital de allá enfrente, los médicos y las enfermeras. También he visto un cortejo fúnebre. Pasó temprano, a primera hora, casi en el momento que yo me instalaba en este puesto de vigilancia improvisado. Creo que fue lo primero que vi. Aquí, en este lugar, es raro que sepulten a los muertos tan temprano, sin embargo, allí iban, serios, afligidos, con rumbo al cementerio.

Recordé un poema de Manuel Acuña que alude a la muerte con una filosofía profunda de la no destrucción, de la conservación de la materia; también uno de Bécquer que habla de lo solos que se quedan los muertos, y sentí frío y un poquito de lástima. Aquello me hizo pensar en el día que sepultamos a mi padre y fue la chispa que me inspiró estos dos sonetos que tengo en el cuaderno todos llenos de borrones. En cuanto llegue el maestro de literatura se los enseñaré. Él es quien me ha despertado el gusto por las letras, él es quien me ha llevado por la filosofía, por la poesía, me ha hecho conocer el pensamiento de los grandes hombres desde su particular punto de vista, con un mínimo de apasionamiento y con un gran acercamiento a la creación, al genio.

Tan animado me he visto este semestre que hasta he llegado a creer que en mi interior existe algo de poeta. Y el maestro opina que puedo, si me lo propongo, desarrollar mucho de mi talento. Su confianza me estimula tanto que este y otros intentos que he llevado al papel se han publicado en los diversos números del boletín informativo de la escuela. Mis compañeros se mofan de mí sin ganas de ofender, solo porque les parece raro que yo me esté dedicando a las cosas del espíritu.

Manuel se llama mi maestro. Es un hombre maduro, casi anciano, que ha impartido clases de ética, filosofía, historia y literatura desde que se fundó la escuela. Es delgado de carnes, escaso de cabello y de vista cansada por los años y por la mucha lectura. Tiene un sentido compulsivo de la responsabilidad. Yo lo conozco apenas de este curso, pero los que saben dicen que en los treinta años de magisterio en la preparatoria nunca ha faltado a una clase, ni siquiera ha llegado un minuto, ni medio minuto tarde.

Hoy amaneció nublado. Cuando hay trazas de lluvia muchos de los compañeros no asisten a la escuela y algunos de los maestros tampoco. Espero que la excepción en que haya de incurrir algún día el maestro Manuel no sea hoy, porque deseo con gran aliento que me revise este trabajo.

Esta primera hora, por ejemplo, ya no vino el maestro de economía. Gracias a eso pude terminar los sonetos, por lo menos la idea principal. Tengo todavía que hacerles algunas correcciones. Quiero que al ser leídos se sientan más universales, menos como una cosa muy personal, que solo a mí me atañe; no, quiero que todos se identifiquen con mis versos.

No sé por qué este tema de la muerte me estimula tanto. Parece que me facilita las cosas, que me pone un aura de animación para que yo escriba. A veces, cuando me deprimo, siento que las palabras brotan de mi mente y escurren por mi brazo y penetran en la pluma y se vierten, se chorrean en el papel para dar lugar a estos poemas. Creo tener cierta tendencia a la nigromancia, como si la fatalidad estuviera siempre allí, esperando a ser invocada. El maestro me lo ha dicho: “Sufres al escribir, se nota en tu poesía martirizada y martirizante”. Y yo también lo he notado, pero no quiero aceptarlo, no quiero reflejarme en mis escritos de ese modo, no quiero proyectarme, ni sublimarme como dicen los sicólogos, solo deseo escribir, contar algo poético, crear historias declamables y trascender. Ir a los ojos y a los oídos de la gente y entrar en sus corazones, en sus mentes, en sus almas y ser algún día recordado.

Descubrí esta facilidad de escribir y esta fatalidad al leer un poema de Nandino hace mucho tiempo. Aquello de: “Quiero morir de mi muerte, de la que vivo pensando, de la que estoy esperando y en dolor se me convierte…” y desde entonces no me he podido arrancar esta pasión enfermiza, es más, creo que se ha convertido en mi estado natural.

Aquí por ejemplo: “Mejor hubiera sido me dijeras / que ya era sin retorno tu partida / y no hubiera pasado yo la vida / esperando incansable que volvieras”. Sé que hay un reclamo tormentoso o atormentado, una desesperación oculta que vibra y que se mece en cada una de las oraciones. Fluye como una plegaria en vez de estrofa.

El maestro me ha corregido muchas cosas. Él nunca escribe pero tiene gran experiencia crítica. Yo creo en él casi ciegamente, porque él me ha puesto en esto; soy como un hijo suyo, como su creación, un cristal en bruto que espera a ser pulido. No creo que este poema esté del todo terminado. Al someterlo a su consideración algo tendrá que cambiar, siempre sucede, aunque no en esencia, casi siempre la corrección es inherente a la forma y no al fondo, aunque en este sentido a veces no quisiera ser tan pesimista.

“Se apoyaban en ti tantas quimeras / como este mar de lágrimas vertidas, / mas pronto las hallé desvanecidas / esperando incansable que volvieras”. Aquí se repite el cuarto verso. Me parece que así está bien, siento que este volver a lo mismo no limita el poema ni lo hace reiterativo, más bien lo refuerza, le da vigor a la idea de algo que no se puede tener y que hace falta, mucha falta, puesto que se ha esperado tanto.

Algo se desgaja, se desmorona, se esfuma: “Se acabaron los juegos a tu lado, / se acabaron la dicha y el encanto. / Ya mis sueños están asesinados”. Y queda eso que lastima, que lacera y que marca para siempre: “Solo queda la huella de mi llanto, / que en tu ausencia brotó desesperado / para no reventar de puro espanto”.

Es pura retórica, dirá el maestro, pero sigue, enséñate a dibujar y luego podrás desdibujar con soltura con esos trazos de lenguaje, con esas pinceladas de palabras dolorosas que llevas en el alma. Aquí, sentado junto a la ventana, no me daba cuenta que mis compañeros están desde ya rato sentados en sus butacas. De ociosos, porque no llegó el maestro de economía a impartir su clase.

He leído el soneto y me gusta. Habrá que someterlo a otras opiniones menos parciales que la mía. Sigo con el otro. “Han mellado mi cuerpo ya los años, / pues contigo murieron los afanes / en lucha interminable de titanes: / el tiempo y el trabajo, causan daño”.

La rima está muy forzada, dirá el maestro. No metas palabras donde no van. “Y también he sufrido desengaños, / que cual fieros, malditos alacranes, / han echado a perder todos los planes / formados en mi infancia, siempre huraños”.

Las figuras también están cargadas. Aquí casi no hay poema, solo un relato que bien pudieras acomodar en prosa y te quedaría mejor.

—Pero no se me facilita la prosa —ya le he dicho.

—Inténtala —contestará.

“Mas también de mi mente formé un huerto / que sus flores dedica a tu morada / hoy que yace el recuerdo de ti yerto. / Y empiezo a ver por fin una alborada. / La vida me ha dejado al padre muerto, / y tu muerte, la infancia envenenada”.

Al leer el último verso me doy cuenta que esta fijación es el mismo veneno de todos los trabajos que he llevado al papel, dichos de muchas formas, pero siempre lo mismo. Siempre esa muerte y ese dolor tan compañeros.

Estoy inquieto porque el maestro Manuel no llega. Hace un par de minutos que la clase debió haber empezado, pero el maestro no aparece. A lo mejor a sus años esta humedad del ambiente le rasguña los huesos y lo obliga a permanecer en cama. Pero no, esa sería una excusa muy pobre para él. Lo más lógico es que mi reloj vaya un poco adelantado. El maestro tiene que llegar puntual, siempre lo ha hecho, minuto a minuto, durante treinta años.

Ya son cinco minutos, también mis compañeros están alterados; algunos ya empezaron a imponer el desorden como un signo patente de su desesperación. Del ocio de la hora sin clase y de estos minutos que pasan sin que llegue el titular de la materia de literatura.

Yo sigo en la ventana viendo las primeras gotas de lluvia caer sobre el empedrado. Desde aquí me doy cuenta de lo indiferentes que somos y del poco dolor que nos causa el aire que respiramos, así, contaminado por el humo de los carros, por los desechos gaseosos del ingenio azucarero que se divisa a lo lejos, aventando hacia el cielo ese vómito oscuro que mancha el aire, que lo enrarece, que lo vuelve espeso al grado que en algún tiempo tendremos que masticarlo en lugar de inhalarlo.

Veo el poema y el reloj. Siete minutos. El maestro asoma en la puerta y penetra en el aula. Su figura, de ordinario disminuida por su delgadez, por su cortedad de vista y por lo pobre de su atuendo, se ve más lánguida todavía. El rostro está pálido, desencajado y su actitud de hombre respetable se quiebra, se desmorona, se pliega sobre sí misma. Hay en todo él una profunda tristeza y un algo que no es él.

—Buenos días, muchachos —dice—. Siento el haberlos hecho esperar y ruego que me disculpen… Vengo de sepultar a mi hijo.


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