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I can’t get no

Luis Rico Chávez

Para Ramón, Julio y Manuel. Por todos los compases
que la vida nos ha marcado con el mismo metrónomo

Alex era fanático de los Rolling Stones. Sara odiaba esa parte oscura de su personalidad, y otras más, pero se lo callaba. El odio le venía desde el noviazgo, y se recrudeció cuando gastó todo el reparto de utilidades en el equipo de sonido (el año de la reforma fiscal, cuando el contador de la empresa no pudo hacer los ajustes para darnos nada más dos semanas de sueldo, como hacía nuestro tacaño patrón desde el origen de los tiempos), reparto que equivalía a lo que habíamos recibido en los últimos cinco años. Para esos tiempos, una fortuna, por lo que nuestra existencia, que giraba en torno al trabajo y al salario de hambre que ganábamos, se dividía en antes y después del aguinaldo.

Alex, por supuesto, nada sabía de ese odio (ni de los otros). Solo notaba su cambio de humor, su gesto hosco y la búsqueda de cualquier pretexto para huir de la casa. Él también se ponía de malas, pero luego de despotricar contra lo complicadas que son las mujeres ajustaba su cerebro a otras frecuencias y comenzaba, a todo volumen, su selección de los Rolling. A veces nos invitaba y, si podíamos, nos echábamos juntos unos alipuses. Antes de nuestro arribo, se servía su güisquito y ya no escuchaba los remilgos ni las quejas de Sara, y al final ni siquiera se enteraba de si se había ido con Ana, su confidente y mejor amiga desde la secundaria, con su madre o quién sabe si con algún considerado compañero de trabajo, especializado en consolar a mujeres incomprendidas. Con los acordes de Waiting on a friend imaginaba recursos para alejar la soledad (aquí entrábamos Mané y yo), y al suave ritmo de Angie fantaseaba con el amor perfecto.

Porque eso había imaginado al principio de la relación: que la vida le había entregado el amor perfecto. Pero desde las primeras semanas de matrimonio el sueño se desmoronó. Dejaron de compartir los momentos y los espacios que antes los entusiasmaban como pareja y primero con amabilidad e incluso con un dejo de remordimiento comenzaron a vagar cada uno por su lado, aunque no pasó mucho tiempo sin que las molestias y las incomodidades por los deseos del otro se convirtieran en una carga onerosa que se entrometía en los anhelos e intereses individuales.

Y sin darse cuenta, sus vidas fueron tomando rumbos opuestos. No solo la música y los espacios y los momentos que ya no compartían, sino esas pequeñas cosas que nos hacen amar la vida y a los otros. La comida mala y a destiempo, las promesas incumplidas de salidas al cine, a un buen restaurante e incluso a caminar, el chantaje y las mentiras por el dinero… La cortesía y el interés por el otro de repente se transformaron en gestos de contrariedad que sin mucha transición evolucionaron a enojos apenas reprimidos, a palabras duras e, inevitablemente, a gritos e insultos que los dejaron en la frontera de la violencia.

Y precisamente en el momento en que se asomaron a ese abismo oscuro e irracional, en que sus cuerpos a punto estuvieron de ser ultrajados, un destello repentino les mostró la amarga realidad de su relación. Evocaron entonces el instante único en que sus almas se conectaron. Se arrepintieron del punto hasta el que los había llevado su egoísmo, y derramando palabras de perdón cayeron en los brazos del otro. Fue una reconciliación momentánea que, algunos meses después, reconocerían como el peor de sus errores.

Porque esa noche, en el ardor de la pasión que buscaba resucitar sensaciones que hacía mucho los habían abandonado, engendraron a Alejandra. Este acto les daría un respiro y una justificación amarga para no separarse, aunque poco a poco irían convirtiéndose en extraños. En algún momento nos contó que le dedicó, con resultados desastrosos, Can’t you hear me knocking; lo imaginaba (y después supe que Mané albergaba en su mente la misma imagen patética del desconsuelo) cantando a voz en grito el estribillo “help me baby, ain’t no stranger” mientras ella, arrepentida como tantas veces de compartir el mismo techo con ese loco y preguntándose por qué soportaba aquello, preparaba a toda prisa la pañalera de Ale y se largaba con su madre dando un portazo que él no escuchaba porque ahora, olvidando el rato amargo con el bálsamo de la música, a todo volumen coreaba Start me up.

Alex nunca se detenía a meditar sobre estas cuestiones. Es más, me atrevo a creer que ni siquiera era consciente de su situación. Simplemente renegaba del matrimonio, de las mujeres y de los hijos. Seguía su vida y sus responsabilidades laborales por inercia y se refugiaba en su colección de los Stones y en el güisqui. Mané y yo filosofábamos al respecto observando su relación con Sara a distancia, escuchando en ocasiones confesiones fragmentadas que él vomitaba a trompicones cuando el nivel de alcohol en la sangre embotaba su entendimiento y diluía sus emociones.

Los dos eran nuestros compañeros de trabajo. Mané lidiaba con él todos los días, porque ambos eran los responsables del área de sistemas de la empresa, y yo los frecuentaba porque debía hallarle la cuadratura a un cacharro electrónico que ellos debían alimentar continuamente con códigos ilegibles (para mí). Sara era un poco mi vecina, secretaria del jefe de mi jefe, así que todos los días por lo menos intercambiábamos saludos. Ella era menos hosca que Alex, amable pero impermeable a la intimidad con los compañeros de trabajo, yo incluido. A veces me daba la impresión de que también albergaba cierto odio por mi simpática personalidad, consciente de mi complicidad etílica con Alex.

Ana trabajaba en el mismo departamento, y fue por ella que pude conocer otros detalles de la historia, que me contaba mientras aguardábamos el sueño luego de alguna noche de intensa pasión, cuando nos escapábamos a mi departamento, y poco antes de que ella negara y renegara de esos años que con tanta intensidad conservo en mi memoria.

Alex andaba como a la deriva. Cuando los conocí, a él y a Mané, su amistad era antigua (fueron compañeros desde la secundaria, me parece). De alguna manera, me platicó Mané, don Neto, hermano mayor de Alex, se lo había encargado. Ambos estudiaron la carrera de informática, a donde Alex entró solo para hacer rabiar a la familia, rompiendo la tradición generacional de abogados. Don Neto, gracias a sus contactos, sus transas y su falta de escrúpulos, había llegado a los altos niveles del sindicalismo oficial, y velaba celosamente por los intereses familiares. Pero Alex no se dejaba ayudar. A Mané le impresionó la entrevista con don Neto (me lo topé en una ocasión en una reunión sindical, cuando lo enviaron para calmar las aguas de un conato de huelga en la empresa; con sus ademanes enérgicos y su gesto adusto era imponente), quien lo increpó la primera vez que lo llevó a su casa borracho como una cuba. Alex acababa de perder su enésimo empleo, y Mané, por apoyarlo, también había sido despedido. Luego de acomodarlo en su recámara, don Neto retuvo a Mané y le expuso la situación: desde pequeño, el benjamín de la familia (Alex) había sido un rebelde. Él (don Neto) siempre había procurado estar al pendiente, pero ahora se hallaba ahogado de responsabilidades y no disponía de tiempo para continuar de chaperón (no fue el término que utilizó, por supuesto), así que él (Mané) le haría un gran favor a la familia si se ocupaba del asunto, a fin de cuentas llevaban tantos años como amigos. Mané lo consideró como un ofrecimiento que no podía rechazar y se volvieron más unidos. Tuvieron la oportunidad de acomodarse en una buena empresa, pero Alex, siempre a contracorriente de las decisiones de don Neto, eligió el trabajo más ignominioso y en donde el patrón era más pichicatero, y más porque sabía que era con el que más problemas tenía el sindicato, y por lo tanto su hermano (problemas de intereses, desde luego, no laborales, pues cuando quisimos promover la huelga llegaron primero a convencernos de que desistiéramos de nuestros propósitos, para pasar después a la coacción y a la intimidación). Mané conoció algunos detalles de la vida de Alex que le permitieron entender y justificar parte de su comportamiento caprichoso e irracional. Don Neto era impositivo y controlador, irascible e impaciente, difícil de soportar. Le enumeró todos los defectos de Alex (el peor, ser fanático de los Rolling Stones, en una familia conservadora en donde la canción más acelerada que se escuchaba era El mariachi loco) y gran parte de sus desplantes desde la infancia.

Algún tiempo después de esta entrevista fue que nos conocimos. Y fue en esta época también cuando Ana y Sara comenzaron a trabajar con nosotros. Como dije, Sara y Alex llevaban muchos años juntos, y este fue el colofón de su largo noviazgo; a los pocos meses se casaron, estableciendo una relación que a los ojos de la mayoría resultaba ejemplar, pues derrochaban amabilidad y cortesía con todo el mundo, y nunca los vio nadie discutir ni expresarse uno al otro siquiera una muestra de contrariedad. Solamente quienes conocíamos la relación en su intimidad vislumbrábamos su desenlace; para todos los demás resultó una triste y fatal sorpresa.

Su comportamiento de las últimas semanas fue la señal de alerta que muy pocos vimos. Exactamente un mes antes, a finales de noviembre, Mané tuvo que ir por él al departamento que conservaba desde sus años de soltero, en donde se refugiaba cuando los pleitos con Sara alcanzaban un nivel insoportable. El patrón le había exigido, por quedar bien con Don Neto, que se encargara de que Alex no siguiera acumulando faltas, pues de nuevo peligraba su estabilidad laboral. Lo encontró a media mañana, durmiendo la borrachera de la víspera. Estaba la puerta de la entrada abierta, me contó después, y a la vista el desorden habitual: botellas y vasos por todos lados, ceniceros desbordantes, algunos de sus compañeros de parranda echados aquí y allá, incluso sobre la alfombra, semidesnudos y hundidos en un mar de suciedad y caos que revelaba hasta qué punto Alex se encaminaba al precipicio. El equipo de sonido, programado para reproducirse al infinito, tocaba a todo volumen Tattoo you, el disco favorito de Alex. Mané se preguntaba cómo esta punta de gorrones podían dormir la mona tan campantes; en cuanto a los vecinos, la mayoría cojeaba del mismo pie, y en el edificio eran frecuentes las fiestas estridentes y los escándalos. Apagó el estéreo y empezó a correr a los que comenzaron a dar señales de vida. Encontró a Alex en la habitación del fondo, y aunque con mucha dificultad le hizo comprender la situación. Tuvo que esperarlo a que se tomara algo para la cruda, a que se bañara y estuviera presentable.

A los pocos días nos reunimos los tres. En el ambiente ya se respiraban aires decembrinos. Alex estuvo más melancólico que de costumbre. Nunca lo había escuchado hablar con tanta amargura de su fallida relación con Sara, lamentarse por el error de haber engendrado a la pequeña Ale, despotricar con encono tan intenso contra su familia, en particular contra sus padres y Don Neto. No encajo con esos hipócritas, se lamentaba, estúpidos de doble moral, amantes de las apariencias, burgueses de pacotilla que creen tener una vida perfecta. Esa velada (la última que compartimos juntos) la selección de los Rolling no incluyó ninguna canción jacarandosa.

El 24 de diciembre puedo reconstruirlo por conjeturas a partir de información de Mané, quien compartió con Alex su última jornada laboral; por testimonios de Ana, que no se separó de Sara y algo pescó de las frases sueltas e incoherentes que sus remordimientos le hacían lanzar entre sollozos y muestras de rencor.

Lo imagino levantándose tarde, indiferente a su entorno y su futuro, harto de los afanes inútiles en los que desgastaban su tiempo su suegra y su madre, esforzándose por tener la velada navideña perfecta; considerando, no ya con odio, sino con un cinismo irremediable, los arreglos en lo oscurito de Don Neto para las próximas elecciones sindicales; recreando en su mente, en fin, la imagen de cada uno de los que conformábamos su universo, todos vistos como un hato de egoístas incapaces de comprender lo que ocurría más allá de nuestras narices.

Y mientras Sara se preparaba para irse con su madre, donde se verían a la hora de la comida para cumplir el ritual de cada año, él comenzaba con su selección especial de los Rolling Stones y se preparaba el primer güisqui del día. Cuando su mujer, con Ale en brazos, cerró la puerta de la calle, se sintió feliz, sin duda, sabiéndose solo y completamente libre de toda atadura.

Sara llegó a casa de su madre, y mientras la ayudaba en la cocina se quejó, como todos los días, de la indiferencia de Alex, de sus desatenciones, de las discusiones violentas, de la imposibilidad de seguir adelante con la relación. Ana me contó que durante el velorio el remordimiento más insistente la llevaba a lamentar que ese mediodía, por primera vez consideró, por recomendación de su madre, el divorcio como única alternativa para retomar su vida y procurarse una felicidad que desde hacía muchos años consideraba como un sueño remoto.

Abrumada, Sara se retiró a su vieja habitación con Ale, y durante un tiempo en que se abstrajo por completo de su entorno, meditó y maduró la idea del divorcio. Solo encontró argumentos para dar ese paso. Se reconectó con el mundo hasta que unos golpes y la voz de su madre le indicaron que era hora de la comida. Al bajar al comedor notó un ambiente extraño en la mesa. ¿Su madre habría mencionado la posibilidad de su separación? Pero no: en cuanto ocupó su lugar cayó en la cuenta: ¿Y Alex? A estas horas ya debería estar aquí. Sin embargo, no era un retraso tan grave, en cualquier momento llegaría. Comió con desgano, aunque la distrajeron las bromas, los pleitos y la cháchara que era el pan que aderezaba y complementaba estas reuniones cada año. Hacia la tarde, el retraso de Alex comenzó a preocuparla. Su madre trataba de tranquilizarla diciéndole que, de seguro, andaría emborrachándose con los baquetones de sus amigos y escuchando esa música de locos. Sara trataba de convencerse de que así era, pues tampoco respondía al teléfono ni contestaba su celular, lo que hacía con relativa frecuencia, sobre todo cuando no quería tener ningún contacto con ella. Pero en cuanto anocheció le pidió a uno de sus hermanos que la acompañara a buscarlo. Ya había arraigado en su ánimo la idea del divorcio. Se lo plantearía a Alex apenas cumplieran el ritual navideño tanto en su casa como en la de sus suegros.

Por su parte, Alex nunca pensó en el divorcio como una posibilidad. Su vida estaba tan amoldada a los fracasos, su temperamento a ir siempre contra la corriente, que le daba lo mismo un desenlace u otro. De cualquier manera, la decisión que tomara despertaría reacciones encontradas que no dejarían satisfecho a nadie. El suicidio era la salida natural. Su cuerpo lo encontraron colgado en el baño. Mané y yo coincidimos en que, sin duda, el equipo de sonido reprodujo, en el último momento, el disco Satisfaction.


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