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Santiago y la pintura

Rubén Cárdenas

Siguió los trazos recostados del pincel, las líneas curvas de relieve al óleo y el movimiento simulado de las aves que distantes y en finas pinceladas se alejaban. Tocó la tela y sintió la tierra húmeda; la textura amable de las nubes albas y las líneas verdes del maizal. En el monte, la figura azul de un hombre con sombrero campesino. En lo alto del cuadro, la magia del amanecer teñido de azul naranja en diferentes tonos como bienvenida al sol.

Esa mañana, Santiago llegó temprano a su trabajo, se metió en el uniforme de limpieza y fue asignado a la galería de arte de siempre. El pequeño hombre limpiaba afanosamente la duela de la sala principal donde las mejores obras se exhibían. Hasta ese día, ninguno de los cuadros, fotos o grabados habían llamado su atención; eran rayones de colores en cuadros grandes de pared, que decían arte moderno al lado. Santiago se complacía barriendo.

Un hombre joven de barba larga entró a la galería y pasó por las salas sin reparar en las obras. Mejor para Santiago. El encargado del lugar y el recién llegado se sentaron e iniciaron un diálogo acalorado.

En el medio de la sala principal había un muro blanco iluminado. Dirigido por el polvo, Santiago se acercó barriendo hasta el muro donde una de las obras atrajo su atención. Detuvo sus pasos, y de a poco, el cíclico movimiento de sus brazos se detuvo. Parado frente a la única obra que había robado su concentración, espalda curva y ambas manos apoyadas en el mástil de la escoba, su mirada se extravió en el paisaje.

El joven de la barba lo observó a distancia, interrumpió la plática y se levantó extrañado. Caminó hacia el centro de la sala. Se colocó frente al mismo cuadro, justo al lado de Santiago. Se arregló la barba, repasó la obra y preguntó: “¿Te gusta esta pintura? ¿Le entiendes?” Santiago, sin mirar a quien preguntaba, contestó: “Estoy oyendo, señor”.

El hombre de la barba se cruzó de brazos e insistió: “Te decía del cuadro, que si te gusta”. Santiago, tranquilo y con voz pausada, respondió: “Escucho al cenzontle, el mugido de mis vacas, mis gallos. Veo mi casa, señor, a mi madre echar nixtamal, a mi viejo salir antes que el sol rumbo al maizal”. El hombre giró su cuerpo y lo observó directamente al rostro. “Hasta siento el aire fresco y el olor mojado de la tierra”, continuó Justino con los ojos cerrados.

“Ese cuadro es mío. Yo lo pinté”, insistió el ahora pintor. Santiago caminó hacia el cuadro. Con cuidado pasó las yemas de los dedos sobre las figuras entrañables en la tela. Sintió las líneas elevadas del huizache, las figuras inocentes de los animales y el humo que salía de una casita blanca.

Una vez convencido de que no obtendría respuestas, el pintor volvio a su silla y continuó la charla. Al mirar de nuevo hacia su cuadro, alcanzó a ver una escoba recargada en el muro de luz tenue que, abandonada resbalaba hacia la duela, y a Justino, fundiéndose en la tela, volviendo al campo, a la pintura, a su hogar.


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