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El culpable

Fernando Sorrentino Argentina

1

Yo trabajo en más de un colegio secundario. Cuando concluyo mis actividades matutinas, encuentro que no me alcanza el tiempo para hacer una escala en casa. A la vez, es demasiado temprano para presentarme en el colegio de la tarde, sin embargo, esto es lo que hago siempre.

Llego, entonces, a una hora anómala, en que ya se han retirado los profesores de la mañana y en que aún no han llegado los de la tarde. Esta situación me concede una pausa agradable: la aprovecho para leer el diario, todavía intacto, que llevo en el cartapacio desde primera hora. Los sillones de la sala de profesores son cómodos, el piso está alfombrado, la luz es buena pero no cegadora, los ruidos de la calle se atenúan en un rumor afelpado e indefinido… Por momentos, ya no leo el diario, sino que el cansancio me vence, y duermo intermitentes fracciones de segundo: tengo sueños menudos y bastante lógicos, donde persiste la sala en que me hallo.

Pero aquel martes me encontraba bien despierto, dedicado a hojear el diario. El hombre que estaba en el otro extremo de la sala no podía no llamarme la atención. Era el ser más alto y más obeso que había visto en toda mi vida: un gigante adiposo, rosado, con formas esféricas en cada rasgo del rostro, con ojos claros, con rizos rubios. Acentuaba su enormidad un traje clarísimo, de color té con leche, que se extendía un metro hacia lo ancho y dos hacia las alturas.

Ahora bien, yo no observaba todos estos detalles con disimulo: abstraído por el asombro, recorría con mi vista —inconsciente, impertinentemente— aquella figura ilimitada de la manera más franca y abierta, como si en vez de encontrarme ante un hombre que pudiera molestarse por tan grosero escrutinio, me hallara observando un hipopótamo o una estatua.

De pronto noté que el hombre había advertido —¿cómo no iba a advertirla?— mi torpe contemplación, y que se dirigía rectamente hacia mi persona. Un poco azorado, bajé la mirada y fingí continuar con la lectura del diario.

Cuando lo supe frente a mí, alcé los ojos y esperé. No soy de físico pequeño pero pensé que, de agredirnos, el gigante podría triturarme a golpes, sin que mis puños —como alfileres— lograran nada contra aquella temblorosa mole de grasa.

Sin embargo, mi aprensión resultó exagerada y, sobre todo, injusta, al atribuir a ese hombre intenciones tan salvajes. Pues todo lo que él dijo fue:

—Soy nuevo aquí. ¿Me podrías decir, por favor, dónde queda el tualé de caballeros?

Quedé hipnotizado todavía un poco más: por el rostro rojizo y mantecoso, por los seis u ocho pliegues de su papada, por la piel tersa y traslúcida como la de un bebé, por las desmedidas manos de dedos voluminosos, por el tono algo afeminado de su voz, por el hecho de que llamara “tualé de caballeros” al baño de hombres.

Al fin, reaccioné y pude contestar:

—Salga por esa puerta, atraviese el vestíbulo grande y doble por el pasillito de la izquierda.

Entonces las montañas y los valles redondos de ese rostro esférico se encendieron en una llamarada de indignación:

—Yo te traté de vos —dijo, abriendo la boca muy poquito—, como un acto amistoso, y vos me contestaste de usted, como para poner distancia…

—Disculpame —lo interrumpí—. No fue para poner distancia: fue porque no me di cuenta…

—¡Claro! —exclamó, triunfal— Y no te diste cuenta porque, en lugar de prestar atención a mis palabras, estabas observándome como a un bicho raro —empezó a levantar la voz más y más: eché una mirada recelosa a nuestro alrededor—, y estabas pensando que yo era un gordo monstruoso y horrible, un engendro digno de exhibirse en el circo, para que todos se rían de él…

Sin duda, yo estaba poseído por el espíritu de la perversión de que habla Poe: mientras el hombre me sepultaba bajo un alud de reproches por haberlo observado con malsana curiosidad, yo seguía observándolo con malsana curiosidad. Sí, era la fascinación de lo monstruoso la que me gobernaba, y veía ahora que el gordo era, en verdad, muy joven, acaso de unos veinticinco, veintiséis años…

Y esos ojos celestes fueron enrojeciendo y llenándose de lágrimas y, por fin, el personaje estalló en un llanto estentóreo y espectacular, que culminó con estas palabras, proferidas a gritos y entre sollozos:

—¡Sos igual que todos! ¡Todos están cortados por la misma tijera! ¡Adiós, adiós para siempre…!

Y partió ruidosamente, pisando con fuerza y sacudiendo el corpachón.

Yo no sabía dónde meterme: de la vergüenza, estaba hecho un fuego. Es que, mientras tanto, se había reunido allí un buen número de profesores y —¡ay de mí!— de profesoras, algunas bastante bonitas: ¿qué idea equívoca se forjarían ahora esas damas, qué relación imaginarían entre el gordo y yo?

Me pareció mejor salir a caminar por los pasillos. Durante el resto del día, y aun durante otros días, volví a pensar en el hombre obeso e histérico, y en el pequeño escándalo, y juré que nunca más observaría con impertinencia a nadie.

El martes siguiente llegué al colegio con un plan: me sentaría en el sillón de siempre y, apenas apareciera el gordo, fingiría no verlo y me iría a sentar en un banco de madera que hay en el vestíbulo del primer piso. De esta manera evitaría cualquier escena desagradable.

Pero, por fortuna, el gordo no apareció: no apareció ese martes, no apareció nunca más.

Después me venció la curiosidad y, con circunloquios de falsa indiferencia, averigüé en la secretaría que un profesor nuevo, así y así, algo gordito, llamado —supe— Edgardo Carlos Piaro, había dado clases —de psicología y de lógica— el lunes de la semana anterior, y luego, sin aviso ninguno, había hecho “abandono de tareas” —este fue el preciso término empleado— y ya había sido reemplazado por otro docente.

2

El sábado por la tarde recibí la alucinante visita de la madre del profesor Piaro. Su mejor arma fue la sorpresa: antes de que yo pudiera pensar en el mínimo movimiento defensivo, esa señora ya había entrado hasta lo hondo del living y se había sentado, jadeante, en el brazo de un sillón.

Mi mujer y yo, con un matrimonio amigo, estábamos dados al trivial transcurrir de la tarde, entre vasos de whisky, cigarrillos y charlas del momento. Y ahora, allí, ante ojos ajenos y surgida como un fantasma, estaba sentada esa mujer fea, transpirada, con batón estampado en blanco y negro, con anteojos, con cabellos de un rubio desteñido y entrecano, con las uñas sucias. Y esa mujer hablaba y hablaba, con voz chirriante, equivocando fonemas, omitiendo eses y haciéndome —¡santo Dios!— recriminaciones inconcebibles:

—…y Elgardito está ahora con la depresión, por lo que usted le dijo de la gordura, ¿entiende? Usted nunca tuvo de haberle dicho de que era gordo... Ahora está con la depresión y, cuando está con la depresión, se pone como loco, se descontrola y empieza a comer y a comer más que nunca, ¿entiende…?

La mujer se había puesto de pie y siempre se me acercaba un poco más. Le faltaban unos cuantos dientes y, por eso, acompañaban sus palabras gotitas de saliva, que yo, en retroceso continuo, procuraba evitar.

—...y come y come y come… Usted no sabe lo que es Elgardito cuando come. Eso lo va a llevar a la tumba. La doctora está desesperada por la sobringesta. Hace diez días que Elgardito se lo pasa comiendo y comiendo. La doctora dice que no puede seguir con esa sobringesta, el corazón no lo va a resistir y se va a morir de un infarto. A la mañana temprano se levanta y se come un kilo de fideos con tuco; después, a eso de las diez, se come ocho o diez milanesas con papas fritas y huevos fritos…

Y, sin perdonar detalle, continuó pintándome un desfile gastronómicamente aterrador de ravioles, pucheros, fiambres, dulces, mantecas, mermeladas, panes, galletitas, tortas, golosinas… Para que todo resultara más horrendo, convertía en vecinos verbales a alimentos que, en la realidad, no se podían combinar sin repulsión: hígado frito y dulce de leche, estofado de carne y jalea de membrillo. Así comía Edgardito, y la mujer lloraba y gritaba, y de pronto supe qué pretendía de mí:

—¡Usted tiene de ir a pedirle perdón a Elgardito! Solo así va a dejar de comer. Él mismo me lo dijo, bien clarito. Me dijo: “Hasta que el agresivo señor Sorrentino no venga a pedirme perdón de rodillas, no voy a dejar de comer, voy a comer y comer hasta reventarme del corazón. Así va a aprender quién soy yo”. Esto mismo dijo Elgardito, y tiene mucha razón. Toda la razón del mundo tiene.

Pasé por alto estas frases, evitando refutar su flagrante insensatez. Mi único deseo era que la mujer se marchara lo antes posible.

Sin embargo, atiné a decir:

—Pero, señora, sea razonable. ¿Qué puedo hacer yo? Le convendría llamar a un médico…

—¡No, señor! —estaba aún más furiosa— ¡Qué médico ni médico! ¿No le estoy diciendo que Elgardito dijo bien clarito lo que usted tiene que hacer? Usted tiene que ir a pedirle perdón de rodillas. Así lo dijo Elgardito: “Hasta que el agresivo señor Sorrentino no venga a pedirme perdón de rodillas, voy a seguir comiendo y comiendo hasta reventar”. Y eso es lo que está haciendo: cuando salí para acá, lo dejé comiendo arroz con panceta y chorizo colorado… Elgardito está cumpliendo su promesa de matarse, ¡y todo por culpa suya, señor Sorrentino!

No quiero ser reiterativo: estas argumentaciones cíclicas —pegajosas como alquitrán, desesperantes como moscardón— se repitieron no sé cuántas veces. Tampoco sé cómo logré que, entre llantos y amenazas, finalmente se marchara. Por más que me diera lástima esa madre que venía a implorar por la salud de su hijo desequilibrado de ningún modo podía admitir —salvo que yo mismo estuviera loco de remate— esa solución demencial de ir a pedirle perdón de rodillas al gordo histérico.

En una hoja de cuaderno, con laboriosa letra de semianalfabeta y separando cada palabra con un punto, la mujer había escrito la dirección adonde, teóricamente, yo debía concurrir a arrodillarme para salvar la vida de aquel hombre insaciable. Este vivía, por añadidura, en un pueblo del partido de La Matanza, un lugar al que yo ya no me sentía capaz de ir, a pesar de que en otras épocas lo había hecho por el solo gusto de viajar en ese curioso tren arcaico que sale de la estación Buenos Aires, en Barracas.

Entonces me hostigó un súbito remordimiento: “Si antes fuiste por puro gusto, bien podrías ir ahora para salvar una vida”. Cerré los ojos con fuerza y sacudí la cabeza para ahuyentar la idea: ¿estaría también yo cayendo en la enfermedad del sinsentido?

3

—Es para vos —dijo mi mujer, cubriendo la bocina del teléfono con la mano—. ¿Estás?

—¿Quién es?

—Una tal doctora Perla Zaselsky.

Como tal persona desconocida no se contaba, por el momento, en el número de quienes podían fastidiarme, tomé el teléfono. Hubo presentaciones y un diálogo rápido. Entendí de qué se trataba al oír:

—Soy la psicoterapeuta del señor Edgardo Piaro…

—¡Ah, no, no, no! —la interrumpí— ¡Eso sí que no! Discúlpeme, doctora, pero no quiero intervenir en nada que tenga la menor relación con ese señor.

—Pero mire que es muy importante.

—Discúlpeme, pero no quiero oírla, doctora.

La voz se volvió indignada y filosa:

—¿De manera que me va a cortar sin saber lo que quiero decirle?

—Así es —yo me sentía extrañamente orgulloso de mi actitud.

—Muy bien. Usted sabrá lo que hace. Buenas tardes.

Y no yo, sino ella, fue quien cortó la comunicación, cuando yo había empezado a decir “¡Espere!”

4

Entre cuatro sobres con la dirección escrita a máquina, había uno con torpes rasgos manuscritos. En lugar de Sorrentino habían puesto Zorrentino, mi calle Matienzo se había convertido en Matenso y habían omitido el número del código postal.

Sin necesidad de leer el remitente, supe en seguida de quién era la carta. Vacilé unos instantes entre abrir el sobre o hacerlo pedazos. Después me dije que una carta nunca podría ser peor que una visita, y extraje del sobre una hoja de cuaderno escolar, doblada en cuatro.

En el papel habían pegado un diminuto recorte de diario. Apenas lo leí, experimenté una especie de mareo y me empapé de transpiración: Edgardo Carlos Piaro, q. e. p. d., falleció el 7 de septiembre de 1982, c. a. s. r. y b. p. Luego estaba el nombre de la madre: Isabel Hilda Morguebur vda. de Piaro. No figuraba esposa: ¿el gordo, tan joven, ya sería viudo? En seguida, se me partió el alma: sus hijitas Valeria Roxana y Verónica Mariela. ¿De modo que ese hombre irracional dejaba dos hijitas? ¿De modo que, en lugar de pensar en ellas, se había lanzado locamente a comer y a comer hasta reventar? Después aparecían otros parientes y, al final de todo, sus colegas del Ateneo de Lógica Simbólica de San Justo.

Pero, antes de leer esta minúscula tipografía del diario vi, forzosamente, un grueso recuadro rojo que rodeaba el aviso fúnebre y, una vez más, la torpe letra que decía: vos . lo . matastes . asecino.


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