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Minificciones

Eva María Medina Moreno España


Deterioro

Acabábamos de cenar. Hacía tiempo que lo notaba raro. Lo miré. Veía la televisión con desidia, como si no le interesase pero necesitara esas imágenes ficticias. Bajé los ojos. Me fijé en una miga de pan que había en su plato. Al caer sobre el líquido de la lombarda se había hinchado. Junto a esta había otra; seca, más pequeña. Me pareció estar en un cuarto oscuro; revelaba una fotografía y la imagen iba apareciendo. Éramos nosotros. Él, el trozo pequeño, seco, había perdido esponjosidad y grosor. La hinchada yo, que parecía haberme nutrido con el agua violeta. Éramos dos migas de pan que se iban consumiendo, cada una a su manera.

Tiré las migas a la basura y encima las cáscaras de plátano, pero seguía viéndolas. Saqué restos de comida que puse sobre ellas. Al levantarme, él me miraba desde el marco de la puerta. Se iba a dormir.

Imaginé cómo íbamos transformándonos. Ahora era yo la pequeña, la que había perdido esponjosidad y grosor, y él, el trozo hinchado, nutrido con el agua violeta. Luego, yo volvía a ser la hinchada, y él la reseca. Éramos dos migas de pan que se iban consumiendo, cada una a su manera.


Una revelación

En la galería, una sala pequeña, bastante oscura, había poca gente. El pintor no estaba. Sobre un taburete, folletos. Me guardé uno, dirigiéndome al primer cuadro con el mismo recogimiento con el que se comulga. En cuanto Xaime llegó, viéndome frente a su “Costa da Morte”, me dijo que lo había pintado en cabo Touriñán, el más occidental de la península ibérica, y no el de Finisterre como se decía.

Eran brochazos despreocupados que, cuando te alejabas, cobraban realidad. Me confesó el toque impresionista, y algo expresionista, que algunos críticos de arte habían visto en su obra.

Yo solo veía la fuerza, la rabia, de ese mar contra las rocas. Le pregunté sobre ello. Sin contestarme, siguió con los críticos. Miré el cuadro alejándome un poco a la izquierda. En segundos, atrapé el significado simbólico. Trascendía detrás de esa luz sobre la ola más cercana; la espuma tan blanca. Reflejaba la lucha de dos poderes. Aunque uno de ellos fuese desgastando, poco a poco, al otro, y pareciese el más fuerte, no lo era, porque roca y mar eran la misma cosa; el hombre luchando contra la sinrazón de su propia existencia. Xaime me contaba cuánto tardó en pintarlo, la vida tan dura del artista. La “náusea” nos acechaba, pensé, sin poder escapar, porque formábamos parte de ella; nosotros éramos la “náusea”. Me vi formando parte de ese mar y esas rocas. Nada se podía hacer. El mar era la humanidad luchando contra un muro; su propia existencia.

”Hay pocos genios”, continuó, mientras yo me imaginaba a Van Gogh, saliendo de madrugada al campo, con sus lienzos volteados por el aire, y a Kafka, de regreso del trabajo, escribiendo en una mesa pequeña frente a una pared gris.

Salí de allí con la sensación de que el descubrimiento de ese acantilado alegórico no podía revelarlo a nadie. Sería como destapar una olla exprés antes de que se enfriase. Sufriré por todos, me dije, sonriendo a San Manuel.


Aquella tarde de circo

Me estaba meando, necesitaba ir al servicio. Me escabullí por debajo de los asientos buscando el lavabo. Entonces descubrí que el que hacía de león se fumaba un cigarrillo con la princesa rusa, a la que echaba el humo a la cara y cogía por la cintura; princesa, barriobajera, que acababa de hacer acrobacias encima de los elefantes. La cabeza de león estaba en el suelo, al lado de ellos. Iba a preguntar cómo ir al servicio, pero antes de hacerlo oí un “quítate niño” de uno de los payasos que discutía con el presentador, quien a su vez estaba comiéndose un bocadillo de chorizo y se limpiaba la grasa en la capa negra brillante. Aquello fue peor que enterarme de que los reyes eran los padres, peor que si se hubiera descubierto que la Bella Durmiente se drogaba, que el hada madrina y el príncipe eran amantes, y que la madre de Bambi había fingido su muerte para librarse del hijo.

Todo el encanto del circo se desplomó; el hombre-bala, el domador de leones, los equilibristas, los payasos. Toda esa magia. Había algo obsceno en el descubrimiento. El mal olor de los animales, las cagadas de los elefantes, el chihuahua del domador ladrándome, el domador escupiendo, sin hacerme caso. “El servicio, por favor”. Y la mirada diabólica del payaso triste. Me meé encima.

No quise volver al circo. Mi madre nunca supo el porqué. Creo que fue desde ese día que empecé a bucear en el mundo real, con maquillajes descoloridos, y sin las máscaras de la infancia. El mundo del circo estaba podrido, la vida estaba podrida. Era como pasar a otra dimensión, en una edad en que querías aferrarte a los sueños, en que confiabas en un mundo fantástico, aunque supieses que no existía.


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Lo llamaremos...

Rolando Revagliatti Argentina


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El culpable

Fernando Sorrentino Argentina


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Peripecia

Jorge Fábregas