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El vuelo

Rubén Cárdenas

Desperté temprano, cuando la opacidad de la noche aún se mostraba en la ventana. Bajo la delicada sábana de nuestra cama, se delineaban tus caderas ondulantes, majestuosamente seductoras resbalando a tu cintura. El armonioso movimiento de tu respiración profunda seguía dándome la espalda. No sentiste mi escapada y me dispuse para el viaje. Tras el baño, sequé mi cuerpo y en silencio me detuve a contemplar tu rostro sumergido en un profundo sueño mientras contenía, otra vez, los deseos matutinos de tu sexo. Tomé mis maletas y salí sin despedirme. El cielo clareó justo en el momento de mi llegada al aeropuerto. En la sala de abordar, la salida fue anunciada en tiempo. Subí al avión y pensé en ti, en nuestra pasión aletargada. Repentinamente el cielo se cerró, y pequeñas gotas de lluvia se esparcieron en las ventanillas del avión cuando estuvimos en posición para el despegue.

En el aire, el viaje transcurrió entre lectura accidentada, el vaivén de la falda de la sobrecargo y el continuo anuncio de abrochar los cinturones. Acostumbrado a viajes cortos de trabajo, aguardaba la llegada.

“¡Señores pasajeros: hemos iniciado nuestro descenso!”, dijo el capitán por las bocinas. Fue en ese momento cuando densas nubes grises se asomaron por cada ventanilla; la cabina se apagó y la única luz que entraba, era la de los relámpagos que rodeaban al avión.

“¡Tripulación… dejando diez mil pies!”, volvió a sonar el capitán.

Mientras descendíamos, el avión comenzó a sacudirse bruscamente. Los repentinos movimientos en el aire me hicieron apretar un poco más el cinturón. La sobrecargo, al fondo del pasillo, iluminada con la parpadeante luz azul situada arriba de la puerta que lleva a los pilotos, comunicándose continuamente con el resto de la tripulación, permanecía sentada. Las alas del avión se curveaban hacia arriba y hacia abajo como resistiéndose a bajar. Sentí que la velocidad disminuyó y el rugido de salida del tren de aterrizaje me dio la esperanza de llegar. No vi las luces de la pista, pero sí las de las casas a los lados que anticipan siempre la llegada al aeropuerto. Y de pronto el viento aumentó su furia y con ello la fuerza de la turbulencia. Las sacudidas aumentaron levantándonos de los asientos e impetuosos movimientos de bajada, que bien podrían ser de caída, se agregaron. En la oscuridad logré ver cómo frente a mí se estiraban cabezas, todas en diferentes direcciones. Luego se adherían al respaldo inmóviles como intentando hundirse hasta desintegrarse y escapar.

Inesperadamente la potencia aumentó con ese ruido estridentemente agudo y poderoso como el rugido sofocado de un dragón. El avión se apartó del suelo y se elevó sin titubear. Elevando la parte delantera se sintió la urgencia por rehuir a una tragedia. El piloto decidió intentar dos veces más la misma agonizante sucesión de eventos, sin éxito por cierto. En cada esfuerzo se repetía el momento de sentir el pecho hundido y a cada intento las alas se doblaban más de lo que parecía podrían resistir, y por suerte resistían. Otra vez los relámpagos iluminaban desde afuera los respaldos y las inquietas cabelleras del resto de los resignados fingiendo estar tranquilos, estirando a ratos las miradas, tratando de encontrar un trozo de tierra cercana para ver o respirar, pero no veíamos nada. Después de escudriñar por la ventana, solo había más miedo sin resignación. En ese momento comencé a rezar, e inevitablemente la ideación pre mortem me llevó hacia ti.

Te vi sin mí, recordándome pero dispuesta a continuar. Resignada a aceptar que tú estás viva y que mi viaje no tuvo regreso. Entonces, por mi mente pasó la improbable idea de tu entrega a una vida en celibato, abandonada a mi recuerdo. No tardé mucho en frenar mi fantasía. Entre los sobresaltos del avión me pareció injusto verte condenada al desconsuelo, llorando en blanco y negro, hasta el más postrero de tus días. El recelo de poder ser permutado por cualquiera me llevó al enojo, a la certeza imaginaria anticipada del desuso póstumo, no solo de mi cuerpo, también de mi recuerdo, que además sería bien visto, justificado y apropiado según el mundo de los vivos. Me henchí de celos por saberte desnuda y abrazada. Entregada a tu derecho de seguir viviendo; olvidando la mirada compartida en los momentos de decirnos tanto sin hablar. Olvidé el entorno incierto en el que me encontraba, dejé de percibir los movimientos y sonidos del avión. Apreté mis manos y desperté agitado. Al abrir los ojos, te vi saliendo en poca ropa de la cama, andando al tocador, en plena calma.

Mi corazón revuelto se apaciguó mientras esperaba tu regreso. Reconocí mi hogar, reconocí tu cuerpo mío y los celos de perderte, aún después de mi partida.


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