Logo

Fervor de independencia

José Francisco Cobián Figueroa

En una celda del convento de Santa Clara de Siena, México. Año de 1829. Hay una cama destendida y un buró. Una puerta a la izquierda que da al interior del convento y otra a la derecha que lleva al exterior.

Doña Josefa Ortiz de Domínguez está sentada en la orilla de la cama. Lleva una vieja bata blanca, de dormir; tiene el cabello suelto cayéndole sobre los hombros y la espalda; se nota muy débil, como si padeciera una grave y larga enfermedad. Sobre las rodillas sostiene con las manos una charola sobre cuya superficie reposan un plato, una cuchara, una taza y un vaso con un poco de jugo de fruta. La Corregidora, muy quieta, mira fijamente hacia el frente.

Monja: (Entra, va hacia la Corregidora, le retira la charola de las manos.) Ay, señora, no sé qué vamos a hacer con usted; mire nomás, cada vez come menos.

Josefa: (Sin mover más que los labios.) ¿Qué hora es?

Monja: Siempre me pregunta lo mismo. ¿Qué importancia tiene la hora que sea? Usted lleva tres años prisionera aquí, entre estas paredes húmedas, donde no entra ni el mínimo rayo de luz y, por lo mismo, siempre es de noche.

Josefa: ¿Vendrá hoy Miguel?

Monja: Al pobre de su esposo cada día le cuesta más venir a visitarla. Está tan quebrado de salud...

Josefa: (En la misma actitud del principio.) Entonces, ¿no va a venir?

Monja: No he dicho eso, solo que le cuesta mucho trabajo. (Afuera se oyen pasos que se acercan.) Oiga, parece que ya está aquí.

Miguel: (Entra caminando con mucha dificultad, parece víctima de un enorme cansancio.) Buena noche. Con permiso.

Monja: Pase, señor. (Se retira.)

Miguel: (Sentándose junto a Josefa en la orilla de la cama.) ¿Te has sentido mejor?

Josefa: (Levanta una mano y la pone sobre la de Miguel.) Sí, hoy me siento mejor, aunque solo sea para morir.

Miguel: ¿Quién dijo que te vas a morir?

Josefa: Nadie necesita decirlo. Yo lo sé. Anoche tuve sueños muy pesados que no me dejaron dormir y que a estas horas no me abandonan todavía. Eso quiere decir que pronto moriré.

Miguel: (Pasa su brazo sobre la espalda de Josefa y apoya su mano en el hombro de ésta.) ¿De qué sueños hablas?

Josefa: (Aquí empieza a suceder lo que Josefa le narra a Miguel. Ella cambia de actitud: ahora se ve alegre y como si tuviera veinte años menos. Se levanta, da unos pasos por la habitación. Entra Allende. Lo que Allende y Josefa platican es observado por Miguel, que no puede intervenir.)

Allende: Señora, disculpe que la incomode a esta hora tan inoportuna, pero lo que he venido a decirle es sumamente grave.

Josefa: ¿De qué se trata, Ignacio? Hable sin detenerse, ya que parece tan importante.

Allende: De la conspiración. De las reuniones que hemos tenido aquí, en su casa, Aldama, Abasolo, Hidalgo, usted, yo y los demás. Nos han descubierto. Hay orden de aprehendernos donde quiera que estemos.

Josefa: Es urgente avisarle hoy mismo al señor cura Hidalgo. Lo tiene que saber para que se proteja y podamos seguir con nuestro movimiento.

Allende: Señora, estamos en Querétaro; de aquí a Dolores se hace mucho tiempo y por la hora que es, ni siquiera creo que podamos tomar un avión o un helicóptero.

Josefa: Mándale un e-mail.

Allende: (Sorprendido.) ¿Qué es eso?

Josefa: Lo mismo que su avión o su helicóptero: algo que todavía no inventan pero que será muy útil algún día. Ay, si aunque sea tuviéramos teléfono.

Allende: Pero no hay nada de eso, así que cabalgaré esa distancia sin descanso ni respiro. Adiós. (Sale. Josefa se sienta de nuevo en la cama junto a Miguel.)

Hidalgo: (Entra. Hace como que Miguel y Josefa no existen. Levanta un libro que hay en el buró y se pone a leer en una silla. Tocan violentamente en la puerta.) ¿Quién?

Allende: (Desde fuera.) Ignacio Allende, señor.

Hidalgo: (Abre la puerta y Allende entra presurosamente.) Ah, es usted. Por la forma de tocar creí que era un cobrador.

Allende: Ojalá lo fuera, señor. Es algo peor. Nos han descubierto. La gente del virrey nos está buscando.

Hidalgo: ¡No hay tiempo que perder! Frente a lo nuestro, la cacería de Bin Laden es para morirse de risa.

Allende: ¿Quién es Bin Laden?

Hidalgo: No me haga caso, es el personaje de una novela de ciencia ficción que estoy escribiendo.

Allende: Se volverá famoso.

Hidalgo: Si no me matan antes. Ahora corro el riesgo de que me traten de terrorista y me busquen por cielo, mar y tierra hasta que puedan mostrarle al mundo que me han cortado la cabeza.

Allende: ¿Qué haremos, entonces?

Hidalgo: Adelantar la fecha en que tendríamos que levantarnos en armas. Rápido, Allende, agarre el micrófono y con las bocinas a todo lo que dan, avísele a la gente.

Allende: Con todo respeto, señor, ¿qué son las bocinas y el micrófono?

Hidalgo: Oh, perdóneme Nacho, lo que pasa es que todavía traigo la mente en mi novela. La culpa la tienen los gringos y los franceses, ya ve que últimamente traen unas ideas muy adelantadas con eso de la Ilustración. Ya hasta hizo cada uno su guerra de independencia. Justo como la que vamos a empezar.

Allende: ¿Y bien, señor?

Hidalgo: A falta de micrófono tocaré las campanas a todo vuelo, para reunirlos a todos. Usted váyase a sacar de la cárcel a los conspiradores prisioneros y en su lugar deje a los españoles, eso nos dará tiempo para organizarnos.

Allende sale por una puerta y una multitud de gente del pueblo entra por la otra. Josefa y Miguel siguen sentados en la cama, observando lo que parece la narración de un sueño.

Hidalgo: Hombres y mujeres de México, campesinos y campesinas, criollos y criollas, mestizos y mestizas, españoles y españolas inconformes, indios e indias, chiquillos y chiquillas, todos y todas hemos padecido las injusticias del mal gobierno, es tiempo del cambio, es necesario que logremos hoy nuestra independencia.

Todos: Hoy, hoy, hoy.

Hidalgo: ¿Cuántos somos?

Todos: Seiscientos, señor.

Hidalgo: ¡Muy bien, no importa! ¡Pronto seremos ochenta mil! Les ruego que preparen sus misiles, sus morteros, sus radares.

Todos: (Se miran unos a otros.) ¿Qué es eso?

Hidalgo: No me hagan caso. Tráiganse lo que puedan: palos, machetes, azadones, hondas, resorteras, entusiasmo, valor, coraje... y vamos a luchar.

Todos: (Mientras salen junto con Hidalgo.) ¡Queremos un gobierno justo! ¡Viva la democracia! ¡Muera la corrupción! ¡Viva el pueblo! ¡Muera la inflación!

Josefa: (Se levanta trabajosamente y da unos cuantos pasos lentos por la habitación.) ¿Recuerdas, Miguel, que en Atotonilco Hidalgo tomó como estandarte a la Virgen de Guadalupe?

Miguel: Lo recuerdo muy bien. Como también recuerdo que los insurgentes entraron sin problemas en San Miguel el Grande, en Celaya, en Salamanca.

Josefa: Hum, por cierto que cuando llegaron a Guanajuato, le exigieron a Juan Antonio Riaño que se rindiera.

Miguel: Sí, pero en lugar de eso se encerró con los ricos españoles en la alhóndiga de Granaditas para defender la ciudad.

Josefa se sienta de nuevo y entra el Pípila cargando, atada a su espalda, una gran losa de piedra. Va agachado, soportando con gran esfuerzo el enorme peso de su carga.

Pípila: Uf, uf, Si me hubieran dicho que tendría que hacer esto, hubiera traído mi chaleco antibalas.

En la mano derecha lleva una antorcha encendida. Detrás de él vienen los insurgentes.

Todos: (Mientras el Pípila hace como que prende fuego a una puerta.) ¡Viva el Pípila!

Pípila: ¡Ya pueden entrar!

Todos: ¡Bravo! ¡Viva el Pípila! ¡Viva la Independencia de México! ¡Muera Riaño! (Mientras dicen esto salen junto con el Pípila, por la otra puerta.)

Miguel: Allí los insurgentes tomaron el edificio, mataron a los que estaban dentro y, sin que Hidalgo o Allende lo pudieran evitar, los hombres enardecidos saquearon la ciudad.

Josefa: Acuérdate también que Morelos fue a hablar con Hidalgo, cerca de Valladolid. Hidalgo le ordenó entonces que levantara en armas el sur de Nueva España y se apoderara de Acapulco.

Miguel: Sí, porque al dominar el puerto se podrían comunicar con los países de fuera.

Hidalgo: (Entrando con Allende.) ¿Lo ves, Ignacio? Nuestro sueño de independencia va por buen camino, hemos tomado Zitácuaro y Toluca, y en el Monte de las Cruces tuvimos una victoria aplastante contra el ejército realista.

Allende: Propongo que vayamos sobre la capital.

Hidalgo: ¡No! ¡Sobre la capital, no! Me niego a que los insurgentes vuelvan a comportarse como en Guanajuato y vayan a saquear la ciudad, creando destrozos. Mejor iremos a Valladolid.

Allende: (Muy molesto.) Esa decisión causará mucho desaliento en los hombres. Creo, señor, que si sabe contar, no cuente ya con ellos.

Allende sale por una puerta, e Hidalgo por la otra.

Miguel: Muchos hombres abandonaron el ejército.

Josefa: Fue después de eso cuando Félix María Calleja atacó a los insurgentes en Aculco. Les ocasionó una derrota trágica y horrible.

Miguel: Sí. Mi tocayo Hidalgo se fue a Guadalajara.

Hidalgo: (Entra y se para frente al público como si fuera a dar un discurso. Lo siguen los hombres que todavía conserva.) ¡Mexicanos y mexicanas! ¡Tapatíos y tapatías! ¡Óiganme bien! Desde este momento y para siempre, declaro totalmente abolida la esclavitud. Además, los indios y las indias de este país no volverán a pagar tributo; no volverán, pese a cualquier reforma fiscal presente o futura, a pagar un solo impuesto. Y eso es a partir de hoy.

Todos: Hoy, hoy, hoy.

Hidalgo y su ejército salen.

Josefa: Calleja venció a los insurgentes definitivamente en Puente de Calderón, junto a Guadalajara.

Miguel: Allende e Hidalgo viajaron a la frontera del norte a comprar armas.

Calleja: (Entra en escena. Lleva en las manos, agarradas de los cabellos y escurriendo sangre, cuatro cabezas humanas. Se detiene frente al público.) ¡Quiero que todo mundo sepa que yo, José María Calleja, he aprehendido, en Norias del Baján, Coahuila, a Juan Aldama y Mariano Jiménez. Y que conste en la historia que aquí en Chihuahua han enfrentado juicio y los hemos condenado a muerte. Como pueden ver, estas son las cabezas de los más revoltosos: Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez. Ahora mismo las mandaré colocar en la alhóndiga de Granaditas para que sirvan de escarmiento a todos. (Sale.)

Josefa: ¿Y Morelos? ¿Te acuerdas lo que pasó con Morelos?

Miguel: De otro modo, pero corrió la misma suerte: lo mataron en 1815. Lo bueno fue que nos heredó el primer documento rector de las leyes de este país: una constitución. Lo que él llamó Sentimientos de la nación. Estoy seguro que su destino hubiera sido otro, más grande y más glorioso, si cualquiera de ellos hubiera tenido papamóvil.

Josefa: Ay, Miguel, luego me explicas eso del papamóvil, me siento muy cansada, tengo mucho sueño. (Se recuesta poco a poco en la almohada. Miguel la ayuda a subir los pies y le echa la sábana hasta la cintura.)

Miguel: Necesitas reposo. Descansa ya.

Josefa: No te aflijas, Miguel. Ahora sí, ya me voy a morir. (Suspira hondo, mueve su cabeza hacia un lado, y se queda inmóvil.)

Fin


Jumb28

Una muerte extraordinaria

Andrés Guzmán Díaz


Jumb20

Los pumas de Arequita

Ada Vega Uruguay


Jumb21

Gabriela

Rolando Revagliatti Argentina


Jumb22

La ferocidad de una gota

Eva María Medina España


Jumb23

Cristal

Rubén Cárdenas Morón


Jumb24

Menstruación

Beth Guzmán


Jumb25

La danza de los cangrejos

Alejandro Olivo


Jumb26

Una navidad en familia

Paulina García González