Juan Castañeda Jiménez

          Hay algo en el ser humano que lo empuja hacia la expresión cada vez más libre de su ser. Pero esa misma aspiración conlleva riesgos que atemorizan. El soporte de los congéneres sostiene en esa búsqueda ancestral. La búsqueda de la libertad aparece como uno de los rasgos de la especie y también del individuo en particular.

          Erich Fromm (1900-1980) en su libro El miedo a la libertad (1989) ha estudiado el proceso que ha recorrido el hombre hasta su independencia, pero al mismo tiempo descubre cómo la autonomía no es suficiente. Destaca cómo el enemigo a vencer no radica sólo en el afuera. Abolir el sometimiento externo es una condición necesaria pero no suficiente, porque pronto el mismo individuo conforma una estructura interna que refleja la del exterior. Si no se encuentra preparado para atender este frente interno, no podrá alcanzar la libertad soñada a menos que supere sus propias ataduras. Hace falta la construcción simultánea de medios exteriores e interiores que posibiliten una realización plena de su potencialidad personal y al mismo tiempo comparta la unicidad con los otros en donde encuentre que su diferenciación es complementaria. Fromm plantea la idea de que el hombre en su evolución ha venido perseverando en su conquista de la ansiada y a la vez temida libertad:

          El hombre moderno, liberado de los lazos de la sociedad preindividualista —lazos que a su vez lo limitaban y le otorgaban seguridad—, no ha ganado la libertad en el sentido positivo de la realización de su ser individual, esto es, la expresión de su potencialidad intelectual, emocional y sensitiva. Aun cuando la libertad le ha proporcionado independencia y racionalidad, lo ha aislado y, por lo tanto, lo ha tornado ansioso e impotente (Fromm, 1989: 23).

          Tal como lo ve Fromm, el hombre prehumano vivía sin individualidad. Incluso en las primeras etapas de las comunidades humanas, no había lenguaje articulado, ni tampoco conciencia de una existencia individual. Tal vez ni era posible ser consciente de la propia existencia en el sentido que hoy la vemos. La individualidad fue un logro tardío, emergido de sistemas económicos de producción que reconocieron la originalidad individual. Pero la tendencia progresiva hacia ese reconocimiento trajo desafíos que aún se presentan difíciles de superar. El hecho mismo de pretender diferenciarse de los demás implica la consecuencia de sentirse solo, aislado y eso también es una fuete de angustia y temor.

          Si se analiza el origen de la familia puede constatarse que al principio no existía como tal y que la descendencia vivía bajo el cuidado de la horda y luego del clan, hasta que con la aparición de la propiedad privada surgió la familia. La humanidad ha ido evolucionando hacia la monogamia. El desarrollo de la familia también ha mostrado la tendencia a favorecer la autonomía, la independencia. La estructura familiar ha venido cambiando y con ella también el modo de ser sujeto social y persona.

          Sin embargo, en la actualidad no todas las personas aspiran a casarse para formar una familia o, por lo menos, si lo hacen, no se sienten comprometidos para vivir juntos toda la vida. El hombre moderno aún experimenta las dos tensiones: por un lado persigue la autonomía y, por otro, busca esquivar el temor a la soledad que esa libertad conlleva. Por ejemplo, cada vez con mayor frecuencia se percibe la tendencia al amor sin compromiso, sin ataduras permanentes pero, al mismo tiempo, se espera el amor verdadero, que prodigue el soporte para la paz durante toda la vida. En un estudio sobre la maternidad, mujeres suizas y alemanas contestaron a la pregunta: ¿Por qué ha decidido tener un hijo?:

          “Para que mi vida tenga un sentido”. “Si se vive sola, la vida no vale nada. Con los hijos se sabe para qué se está en el mundo y para qué se trabaja. Tuve a mi hijo por miedo al vacío”. “Quería tener un hijo, una familia propia, alguien que me necesitara” (Marina, 2002: 119).

          El ser humano ha alcanzado un nivel de independencia por encima de su potencial para saber qué hacer con ella. Eso, en muchos casos particulares, lo lleva a retroceder sobre sus pasos y a someterse voluntariamente, como dice Fromm, a alguna forma de dependencia o sumisión. Parece necesario que ante los obstáculos externos para que el hombre alcance su libertad, se plantee el hecho de que internamente existe un escenario réplica en el que también se requiere acción para remover los impedimentos que obstruyen el acceso a la libertad interior.

          El mundo interior se va conformando de la experiencia con los demás a lo largo de toda la vida y gradualmente las incorpora a su esquema interior que le servirá de referencia en su orientación en el medio externo: “La apoyatura externa se hace interna. El bebé construye su yo en la internalización y a través de la identificación” (De Quiroga, 1991: 56). Aunque el adulto ya tenga un mundo interno predeterminado, puede actuar para modificarlo. La flexibilidad para realizar este intercambio dinámico entre el mundo externo y el mundo interno posibilita el cambio progresivo y dialéctico entre ambos mundos. Desarrollar la plasticidad para el cambio con la menor ansiedad posible es la tarea de la técnica de los grupos operativos desarrollada por Pichon-Rivière (1985) y sucesores (Bauleo, 1997; Bleger, 1985; Kesselman, 1987).

          La preparación para la libertad podría realizarse desde la educación infantil, primero por la familia y luego por la escuela. Pero ello se limita a las posibilidades que los mismos adultos tienen en cada momento histórico. La tendencia en cada generación apunta hacia la conquista de nuevos escalones para el logro de la soñada libertad (exterior e interior).

          Este drama social de la especia en su totalidad se repite con sus propias particularidades en cada individuo. El desarrollo psicológico recorre parecida trayectoria a la mencionada por Fromm respecto de la evolución de la especie: desde un momento de fusión o indiferenciación, hasta el logro de una identidad individual, diferenciada de los demás. Margaret Mahler (1897-1985) ha estudiado este fenómeno particular. Ella apunta que el nacimiento biológico y el nacimiento psicológico no coinciden en el tiempo. En el parto el ser humano se encuentra psicológicamente fusionado a la madre al punto de que no existen límites entre ellos. Es un tiempo de simbiosis. Gradualmente el bebé va adquiriendo autonomía hasta que logra diferenciarse de la madre y es este momento el que constituirá su nacimiento psicológico. El bebé, a pesar de que al nacer forma un cuerpo diferenciado del de su madre, no es todavía capaz de percibirlo. Tomar conciencia de esa diferencia, según Mahler, le llevará aproximadamente tres años. Durante este recorrido se encuentra totalmente a merced de los adultos de los cuales depende. Así es como la determinación de su ser está depositada en sus padres o en aquellos que cumplen esa función.

          Mientras que el animal nace ya como es, el hombre tiene que hacerse a sí mismo. Este principio es cierto para la especie, en tanto que para el individuo en particular se encuentra condicionado por la crianza que recibe. La forma en que se trata a una persona durante sus primeros años de vida determina en gran medida sus posibilidades para hacerse a sí mismo. A veces, la misma crianza prohíbe inconscientemente esa posibilidad. El adulto parece condición necesaria para el despliegue del potencial del niño, aunque la acción debe realizarla el mismo niño. Sujomlinski escribe:

          Cada uno de nosotros debe ser no encarnación abstracta de la sabiduría pedagógica, sino un individuo de carne y hueso que ayuda al niño a conocer el mundo y a conocerse a sí mismo. La clase de persona que vea en nosotros el adolescente es cosa que tiene significado decisivo. Debemos ser para él ejemplo de riqueza de vida espiritual; sólo bajo esa condición tenemos derecho moral a educar. Nada sorprende ni atrae tanto a los adolescentes, nada despierta con tanta fuerza el deseo de ser mejor, que una persona inteligente, rica y generosa intelectualmente. En nuestros alumnos dormitan dotes de excelentes matemáticos y físicos, filólogos e historiógrafos, biólogos e ingenieros, de innovadores del trabajo en los campos y en las fábricas. Estas aptitudes florecerán sólo cuando cada adolescente encuentre en el educador esa “agua vivificadora” sin la cual los gérmenes se mustian y secan (Sujomlinski, 1975: 56).

          Tanto en la familia como en la escuela se encuentra la oportunidad de ofrecer modos creativos de ser, en lugar de repetir patrones que a todas luces han fracasado. Pero más que los niños, son los adultos quienes tienen la gran responsabilidad de formar intereses genuinos en los niños y jóvenes. Es preciso reducir la simulación y elevar las oportunidades de expresión y creación de un ser humano cada vez más libre. “El alfa y el omega de mi fe pedagógica reside en la profunda convicción de que el hombre es tal y como la idea que tenga de la felicidad.” (1975: 48). Las vivencias con los adultos van proporcionando el concepto de felicidad al que puede aspirarse.

          El individuo nace a la conciencia de ser algo que él mismo no eligió, pues los cimientos de su conciencia los pusieron sus ancestros. El concepto de sí mismo puede ser asumido como algo que expresa la identidad propia, o bien, una caricatura de sí mimo. Si bien el hombre tiene que hacerse a sí mismo, también hereda un concepto que lo sostiene y al mismo tiempo lo limita. En estas condiciones, ¿puede encontrar la libertad de ser y al mismo tiempo experimentar lazos afectivos duraderos que prodiguen el disfrute interior de la conquista de esa misma libertad? Partimos del supuesto de que existe esa posibilidad. Ese es el reto de la humanidad entera. Estudios han mostrado que en el entorno familiar la ternura y respeto a la autonomía del infante devienen en salud plena para el niño de hoy y del adulto que también será después.

Referencias:

Bauleo, A. (1997). Psicoanálisis y grupalidad. Reflexiones acerca de los nuevos objetos del psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós.
Bleger, J. (1985). Temas de psicología (entrevista y grupos). Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.
De Quiroga, A. P. (1991). Matrices de aprendizaje. Constitución del sujeto en el proceso de conocimiento. Buenos Aires: Ediciones Cinco.
Fromm, E. (1989). El miedo a la libertad. México: Paidós.
Kesselman, H. (1987). El desarrollo de la agresión en el individuo en el contexto de su grupo familiar. En E. Pavlovsky (Ed.), Lo grupal (Vol. 4, pp. 59-95). Buenos Aires: Búsqueda.
Marina, J. A. (2002). El rompecabezas de la sexualidad. Barcelona: Anagrama.
Pichon-Rivière, E. (1985). El proceso grupal. Del psicoanálisis a la psicología social (Vol. 1). Buenos Aires: Nueva Visión.
Sujomlinski, V. (1975). Pensamiento pedagógico (A. Azzati, trad.). Moscú: Progreso.

 

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