Muérdele el corazón, novela de Lydia Cacho
Un vergonzoso apeñanietamiento

           Cuando regresamos de la escuela, a mi hija le gusta que le cuente historias (de ida quizá también le agraden, pero andamos como sonámbulos y difícilmente podemos conectar las neuronas para cruzar las calles sin peligro). Como ya no es la bebé a la que entusiasmaba con leyendas mexicanas, historias de la mitología griega y cuentos de la Europa medieval (muchas veces con la censura de su madre: ¿cómo me atrevo a contarle sobre diosas desmembradas y dioses fogosos, de amantes que decapitan a sus esposas curiosas?) se me ocurrió contarle la anécdota de la novela Muérdele el corazón de Lydia Cacho, que me encontré en los saldos de treinta pesos de un supermercado.
           Para contextualizar referí, grosso modo, el sonado caso del Góber Precioso y las causas de las represalias. “En un libro que escribió”, le explicaba a mi hija, “habla sobre una bola de malandras y pederastas que se dedican a la pornografía infantil, entre ellos el amigazo del Góber” (qué tema tan edificante para una niña de secundaria, empezó a brincarme la conciencia en el cerebro cuando la voz de mi hija me interrumpió:) “¿Cómo se llama el libro?” “Los dragones del Edén”, contesté mecánicamente. Estaba atento, además, al cambio de luces en el semáforo, y a la neurosis de los conductores que con mayor frecuencia de la que puedo soportar suelen echarme encima sus monstruos mecánicos.
           Cuando estuvimos a salvo en la acera reaccioné: “Ah, no, ése es un libro de Carl Sagan, que habla sobre la evolución del cerebro del hombre. El de Lydia Cacho se llama… se llama…” Y sin darme oportunidad de hallar el sector del cerebro en el que guardo esa información me miró con sorna y me dijo: “Papá, te me apeñanietaste…” Claro; todo colorado tuve que admitir mi vergonzoso apeñanietamiento. Por fin, una vez pasado el bochorno de la metida de pata corregí: “El libro se llama Los demonios del Edén”.
           “Bueno”, continuó ella, sin eliminar el tono de burla en su voz: “¿Y qué con Muérdele el corazón?” “Mmm…”, traté de recapitular: “Es la historia de una mujer…” “Muy original”. “Niña, no me interrumpas, si no nunca voy a terminar”, contesté con un ligero arqueo de cejas. (En realidad a esta niña le gusta sacarme de mis casillas, sobre todo por mi incapacidad para desarrollar los argumentos con cierta fluidez, y entre las inevitables pausas de mis charlas suele colar frases o comentarios sarcásticos e hirientes. Pobre de mi autoestima narrativa.)
           “Es de una mujer que tiene SIDA”, le solté así de sopetón. Por su cara me pregunté si no sería más sano contarle de princesitas que al final encuentran a su príncipe azul. Pero no, en realidad estaba maquinando una frase lapidaria que me obligara a llegar hasta el final. Porque ni la pausa larga ni mi reticencia a responder a sus preguntas  cada vez más agudas e insistentes me permitieron escurrir el bulto. (Comenzaba a tomar conciencia de las posibles implicaciones que esta charla tendría en la relación con mi mujer.)
           “Pues el asunto se pone más truculento conforme avanzan las páginas”, me descubrí diciéndole mientras me esforzaba por llevarla a salvo hasta la siguiente esquina. “El marido es quien la contagia, porque le puso el cuerno y se enredó con una fulana que a la vez lo enredó con otro de sus amantes”. Sus ojos me lanzaron una mirada harto expresiva; creí innecesario entrar en el detalle de que eso ocurrió mientras se refocilaban los tres juntos. (Si mi mujer se entera que estas son las edificantes charlas de padre e hija al volver de la escuela… no quiero imaginarme lo que puede pasar.)
“A ver, olvida todo lo que te he contado, por favor”, le dije como si por decreto pudiera regresarse el tiempo y borrar todas las impertinencias involuntarias. “Lo importante es lo que experimenta la mujer, todo lo que sufre, la angustia de saberse desahuciada, el dolor y a la vez el odio por las mentiras, por el engaño, por el contagio…” “Papá, no estás dando clases”, me retuvo, obligándome a repensar mi discurso; antes de que pudiera hilar una posible continuación, me echó la mano: “Bueno, ¿qué más?”
           “Pues mira, la historia está interesante porque vas descubriendo, junto con el personaje (quien es además quien te cuenta la historia)…” “Ah, es el narrador, bueno, la narradora”. Le lancé una mirada reprobadora: “¿Quieres que te dé clases, entonces?” “Síguele y no seas tan chillón”. Suspiré porque ya estábamos a punto de llegar. “Pues vas descubriendo qué fue lo que le pasó a la mujer: el engaño, la decepción… y otras cosas que sufren las personas con SIDA… como la discriminación: la corren del trabajo, la ven con malos ojos cuando va al médico… Y cómo va aceptando la muerte: conforme avanza la enfermedad, su cuerpo va deteriorándose pero, por otra parte, reconoce los buenos momentos vividos”. Y ya no pude continuar porque llegamos al final de nuestro recorrido.
           ¿En serio eso le conté a una jovencita que aún no cumple los quince años? En realidad no reaccioné hasta que descubrí, algunos meses después, entre los argumentos aducidos por mi mujer como causales de divorcio, la mala costumbre de abordar temas inapropiados con mis hijas. Qué quieren, las leyes pueden interpretarse de tantas formas que incluso hasta podrían acusarme de perversión de menores. Si yo sólo quería contagiarle el gusto por la lectura.
          (Posdata: Ningún adolescente resultó dañado con la reseña anterior; es cierto que hablamos, mi hija y yo, de libros, pero siempre dentro de los márgenes que me permite la honorable censura de mi mujer. Todo es ficción, excepto lo del apeñanietamiento, que sí me lo espetó por un lapsus que tuve cuando hablábamos precisamente de Los dragones / Los demonios del Edén.)

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