Juan Díaz Covarrubias y la fidelidad del romanticismo

La vida y la obra de Juan Díaz Covarrubias —novelista romántico veracruzano— parecen guiadas por la misma suerte aciaga: la primera proporciona material para escribir una obra con el fatalismo característico de su época; la segunda, apenas nos permite vislumbrar un genio literario en ciernes cuyo talento, por desgra­ciada, quedó truncado prematuramente.
Fiel al espíritu romántico, Díaz Covarrubias muere a los veintidós años, víctima de la irracionalidad partidista del conservador Leonardo Márquez, quien excediéndose al cumplir las órdenes de Miramón lo pasó por las armas junto con otro médico (y además poeta, Manuel A. Mateo) que atendía, como él, a los heridos: liberales derrotados en la batalla de Tacubaya. Concluía el invierno de 1859.
En 1837, nace en la ciudad de Jalapa, hijo del poeta y soldado independentista José de Jesús Díaz, quien habría de morir dejándolo huérfano a temprana edad. Gracias a la entereza de su madre, ingresa al Colegio de Letrán, donde estudia latín y filosofía.
Cursa la carrera de médico, y simpatizante del Partido Liberal, habría de ser arrastra­do por la turbulencia de la época, y de alguna manera la fidelidad y el apego a sus principios habrían de ser los causantes de su prematura muerte.
Juan Díaz Covarrubias, como hombre de su tiempo, divide las opiniones cuando ocasionalmente se habla de él. Maniqueamente, las posiciones se dirigen hacia alguno de estos dos extremos: ¿fue un mártir cuyo asesinato (junto con el del resto de los civiles fusilados en Tacubaya) enardeció a los liberales y los condujo a la victoria final? ¿O fue un simple instrumento de las circunstancias? Ambos puntos de vista encierran elementos de corrientes opuestas de pensamiento y, como todo maniqueísmo, son parciales.
Por ahora interesa, sin embargo, referirnos a su obra, que nos permite conocer a un joven atento al acontecer cotidiano, crítico frente a las condiciones de injusticia y de hipocresía que caracterizaban a su sociedad. A través de su mirada conocemos circunstancias de muy variada índole: políticas, sociales, además de los contrastes predominantes entonces y que tan familiares siguen presentándose a nuestros ojos, pese a que nos separa un siglo y medio de distancia.
En el manejo de los temas se observa una evolución y un refinamiento que van dándose en su obra: de ser muy directo y visceral (en La clase media, defensor de las clases sociales que sufren el desprecio y las injusticias de los ricos) se vuelve más sutil (El diablo en México), utilizando el humor como recurso para conseguir sus fines: burlarse, criticar, censurar, hacer notorios los defectos de la sociedad.

Esta evolución en el planteamiento de los temas atestigua además la evolución de su pensamiento: a partir de un supuesto aceptado por los románticos (el destino ciego es el culpable de la injusticia social que se padece), descubre que cada individuo elige por su gusto y por convención (irreflexiva, puramente mimética) ese destino.
El humor y el descubri­miento de que cada uno tiene la capacidad de elección son los rasgos distintivos de El diablo en México.
Por una parte, aunque comparte el fatalismo de otras obras de la época, éste se halla permeado por una sutil ironía, que le da un tono nuevo e inusitado y la coloca por encima del resto.
Por otro lado, resalta la dureza con que ataca a los protagonistas, jóvenes incapaces de forjar su propia personalidad, de marcar su propio camino a partir de sus descu­brimientos, de sus errores y sus aciertos.
A causa de su incapacidad, los jóvenes deben adoptar los patrones de conducta de los adultos, ajenos por completo a sus intereses y a su forma de pensar. Se da una pugna entre la mentalidad tradicional y conservadora de las viejas generaciones y la rebeldía e impulsividad de las nuevas, que finalmente saldrán perdiendo y aceptando dócilmente su destino.
De esta manera, los errores y los prejuicios de antaño que la vitalidad juvenil quiso corregir se heredarán y se repetirán ad infinitum. No podemos dejar de relacionar estas ideas con las propuestas de muchos autores actuales, sobre todo de los años sesenta del siglo anterior.
Tenemos ante nosotros una breve muestra literaria —sólo tuvo tiempo de escribir cinco obras— de un autor que evoluciona rápidamente. De un autor que se muestra, artísticamente, más completo, más maduro en cada uno de sus nuevos trabajos.
Esta pequeña muestra nos permite descubrir que, junto con el joven médico que murió en Tacubaya, perdimos una obra que apuntaba a convertirse en una de las más significativas y de mayor calidad del siglo XIX.

 

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